La guerra se hace cada vez más intensa y agresiva, especialmente contra los pueblos indígenas y las mujeres. ¿Hay algo que podamos hacer?
Hablar hoy de guerra no es figura retórica ni se refiere a la condición normal, propia del capitalismo, en que siempre existe una guerra de clases. Tampoco es una guerra “típica”, con protagonistas identificados y propósitos explícitos. Los perfiles, las estrategias bélicas y hasta los objetivos de quienes libran esta guerra son difusos.
Una buena descripción de sus rasgos peculiares se encuentra en el libro de Rita Segato, que analiza uno de sus capítulos: La guerra contra las mujeres. (https://www.traficantes.net/sites/default/ files/pdfs/map45_segato_web.pdf). Esta guerra tiene en todas sus instancias carácter patriarcal, pero adopta diversas formas y estilos, según se trate de mujeres, defensores de derechos o territorios, periodistas o pueblos indígenas. Aunque esos parecen ser los principales blancos, se dirige también contra muchas otras personas y grupos.
Quienes la han desatado actúan como una banda criminal… pero no lo son. Uno de sus peores rasgos es que nadie está a cargo, nadie aparece como responsable. Hay articulaciones extrañas entre corporaciones, gobiernos, cárteles y muchos otros agentes de esta guerra. Algunas personas se sienten dueñas de un territorio o de algún dispositivo, al ejercer en ellos poderes concretos; por ejemplo al gobernar un país o región o encabezar un cártel. Más temprano que tarde topan con su límite. Forman parte de una maquinaria que escapa al control de sus operadores.
La degradación moral de esos grupos dominantes es cada vez más clara. Rasgos propios del patriarcado o al capitalismo se acentúan. La irresponsabilidad característica del agronegocio y de casi todos los productores industriales de alimentos, por ejemplo, ha llegado a extremos sorprendentes. Enferman y matan diariamente a millones de personas. Lo saben bien, como lo saben quienes producen fármacos y tratamientos que también enferman y matan. Su acción, como la de muchos otros que realizan actividades semejantes, ha llevado las condiciones de vida de la mayoría a un deterioro insoportable. Al concentrar la atención general en las muertes atribuidas al virus, como si fuera lo que más debería preocuparnos, gobiernos y medios siguen cultivando el temor que usan para controlarnos y disimulan u ocultan lo que pasa en la realidad, esa realidad en que mueren más personas de hambre que de Covid.
En México, la intensificación de la guerra es cada vez más evidente. No sólo se mantiene la cifra atroz de más de 10 asesinatos diarios, que nos hace el país más violento del mundo. Es el aumento cotidiano de agresiones contra pueblos enteros en que los tres niveles de gobierno son cómplices o participantes, por acción u omisión. La situación en Chiapas, especialmente en el área colindante con las comunidades zapatistas, ha llegado a nuevos extremos. Hay violencia generalizada en Simojovel, Chenalhó, Chalchihuitán, Aldama, Venustiano Carranza, Chilón y, especialmente, Pantelhó. El asesinato de Simón Pedro, ex presidente de la mesa directiva de Las Abejas, ha suscitado ya reacción internacional. Se multiplican condiciones semejantes en otras partes del país, a menudo asociadas con concesiones mineras o intereses corporativos, con el respaldo de autoridades de los tres niveles. Las amenazas al Café Zapata Vive, de clara importancia real y simbólica en la Ciudad de México, ilustran bien el carácter de estas olas de violencia.
¿Qué hacer ante la guerra? Quizá lo primero sea rechazarla, que no es lo mismo que negarla. Lo más importante sería sanar de la forma en que nos ha infectado por dentro, trayendo a nuestras interacciones ánimo violento y competitivo. Necesitamos reconocer que contamina lo que somos y hacemos y genera un ánimo rijoso que se extiende.
Hace falta definir con claridad nuestro espacio, nuestro territorio, el ámbito comunal que en verdad nos pertenece, aunque sea sólo nuestra casa o lo que construimos con un par de amigos, si no tenemos nada más. Es el ámbito en que podemos organizar la defensa y mantener a raya a los guerreros. En paralelo a la violencia, se multiplican por el país ejemplos en que personas decididas y valientes se organizan para impedir que la guerra los destruya u ocupe sus espacios.
Tejer esos espacios puede ser la clave de la respuesta. Nadie puede detener esa guerra salvaje e insensata, que destruye por igual a la Madre Tierra y al tejido social. Pero es posible, en cierta medida, sustraernos de su impacto y prevenir su enraizamiento entre nosotros. Aunque parezca insignificante, es antídoto eficaz. No se trata de juntar fuerzas militares, económicas y políticas equiparables a las de quienes libran esta guerra interminable para enfrentarlos con sus mismas armas, a su estilo. Se trata de cuidar la vida, no de cultivar la muerte, reconstruyendo desde abajo una sociedad que al disolverse genera una fiebre atroz de violencia. Hemos de hacerlo en el espacio a nuestro alcance, donde nos encontramos, para tejernos desde ahí con quienes anden en lo mismo, no en el territorio del enemigo.