Poco antes de que llegara la pandemia escuché que iban a cerrar “Mi Reintegro”, el único estanquillo que hay por aquí. Le pregunté a su dueña, Mariana, qué había de cierto en eso. Se limitó a levantar los hombros y a seguir limpiando el mostrador. No volví a saber nada del asunto hasta el miércoles que Arnulfo, el portero del edificio que hace mis compras, de nuevo lo mencionó.
Espero que sólo se trate de un rumor. Si desaparece “Mi Reintegro”, la colonia va a sufrir una más de las pérdidas que ha padecido en el último año y ocurrirá algo mucho más grave: las familias que viven en las barrancas ya no podrán ir a la única tienda en donde les venden fiado, a pesar de que sobre el mostrador cuelgue un letrero llamativo, escrito con plumones de colores: “Hoy no se fía. Mañana sí”. Por si quedara alguna duda, el aviso tiene un párrafo más que convincente: “El dueño no está. Se fue a buscar a un cabrón que le debía”.
Desde que empecé el confinamiento no he vuelto a “Mi Reintegro”. Cuando iba, me divertía ver la advertencia feroz, desalentadora sólo para los recién llegados a la colonia mientras que a los clientes regulares sólo les servía de pretexto para hacer bromas.
II
Don Celso es el encargado de recibir los pedidos y acomodar las mercancías; Mariana, su esposa, de atender a los clientes y nunca se aleja del mostrador. En el cajón donde guarda el dinero que va cobrando tiene un cuadernito para registrar los nombres de los deudores y el monto de sus compras. “ La Güera: medio kilo de huevo y un cuarto de azúcar. Doña Sara: un paquete de fideo y un litro de aceite. Lalo: una coca grande y dos latas de rajas. El Chino: un paquete de papas y un gansito”.
Don Celso sabe muy bien que su mujer vende mucho a crédito; sin embargo, en cuanto alguien llega, no importa quién sea, se queja de que Marianita tenga tan buen corazón porque le fía a todo el que se lo pida, sin fijarse cuánto le debe por compras anteriores.
A ese paso –me comentó don Celso– llegará el momento en que no tengan con qué pagarles a sus proveedores, disminuirán sus mercancías, también la clientela y ya no les quedará para vender más que el mostrador, los vitroleros, el refrigerador y una jaula siempre vacía. Acusé a don Celso de ser exagerado y, por broma, le dije que si un día se le antojaba cerrar “Mi Reintegro” me vendiera el aviso para colgarlo en mi negocio de pasteles. “Está bueno: se lo daré en dos pesos, con todo y envoltura”. Su respuesta nos hizo reír mucho.
III
La primera señal de que los temores de don Celso no eran infundados se reflejó en los huecos de los anaqueles. Al notarlos –en una de mis últimas visitas a la tiendita– atribuí el desabasto a una crisis pasajera. Por desgracia, me equivoqué. Según me dice Arnulfo, desde que empezó la pandemia y mucha gente dejó de salir a sus compras, en la miscelánea cada vez hay menos productos y, por supuesto, clientes. “Se me hace que no tardan en cerrar”.
Su conclusión me dejó pensando que el fracaso sería injusto luego que don Celso y Marianita han batallado tanto para sobrevivir, a pesar del súper (se inauguró poco después de que ellos se instalaron) y del tianguis que desde hace varios años funciona todos los viernes.
El súper es de lujo. Su mayor atractivo es la venta de vinos, pastas y algunas carnes importadas. El tianguis, que abarcaba dos cuadras y ya va en tres, parece una escenografía por los toldos rosa mexicano que protegen los puestos y sus mercancías: desde ropa interior para mujer hasta barbacoa procedente de Texcoco.
IV
Hace más de 15 años, junto a “Composturas Vélez”, se instaló “Mi Reintegro”. Arnulfo se jacta de haber sido uno de los que presenciaron la inauguración de la miscelánea. La mañana en que hizo su primera compra me hizo un reporte completo de su visita: la miscelánea estaba equipada a medias, los dueños eran personas muy amables y se veían muy chambeadoras.
Movida por la necesidad (y creo que también por ciertos recuerdos) poco después fui al estanquillo. Llegué en el momento en que don Celso–gordo, jadeante, picado de viruela– colgaba el aviso “Hoy no se fía. Mañana sí”. Su mujer, Mariana –pálida, delgada, visiblemente más joven que él–, ponía en la vitrina sobre el mostrador unos cuantos panes, entre ellos pambazos. Compré algunos y ella me preguntó cómo los preparaba. Se lo dije y, a cambio, me dio un consejo: “Al relleno póngale unas hebritas de col rallada y verá cómo le quedan más sabrosos”. En otro momento de confianza me reveló el secreto para tener un cabello tan hermoso como el que la adorna: lavarlo con jabón corriente, desenredarlo con escobetilla de ixtle y asentarlo con una pizca de manteca de cerdo. Imaginé lo que opinaría de ese método mi peluquero japonés.
V
Poco a poco –pese a la competencia del súper y del tianguis– la miscelánea se hizo de una clientela regular, amplió el surtido y su horario hasta las ocho de la noche. Siempre que iba me encontraba con muchas personas que, por lo que fui dándome cuenta, iban a abastecerse, pero también para hacerle a Marianita encargos especiales y sobre todo para conversar con ella.
Después de que vi los huecos en los anaqueles, volví en varias ocasiones a “Mi Reintegro”. Noté a Marianita triste. Fue difícil que me confesara el motivo: los morosos aún no habían pagado sus deudas, sus proveedores ya no querían surtirles sus pedidos y llegaban ya muy pocos clientes. Los vaticinios de don Celso se cumplieron, pero no del todo: aún no están en venta el mostrador, los vitroleros, el refrigerador. Cuando eso ocurra, espero que don Celso recuerde su promesa de venderme por dos pesos –con todo y envoltura– el célebre letrero: “Hoy no se fía. Mañana sí. El dueño no está: se fue a buscar al cabrón que le debía”. Si lo cuelgo en mi negocio, sentiré muchas cosas, menos deseos de reír.