Pocos lugares de la Ciudad de México, más allá del Centro Histórico, tienen tantas historias como el pueblo de Coyoacán. Mucho antes de que los nahuas llegaran al Valle de México y de que los mexicas vieran al águila sobre el nopal devorando a la serpiente, se estableció, en Cuicuilco, la primera civilización avanzada de la que, algún día, fue la región más transparente del mundo. En Coyoacán, que a veces es confundido como lugar de los coyotes, cuando realmente es el lugar en el que viven los amos de los coyotes, es fácil perderse en callejuelas empedradas que, rodeadas por antiguas casonas, son escenario de apariciones y extraños sucesos que han asustado a más de uno y que, a pesar de los años y el alcance de la mancha urbana, siguen causando todo tipo de espantos.
Los vecinos de Coyoacán son testigos de apariciones que, dicen, suelen darse más o menos seguido. Se cuenta que Juan de Guzmán Ixtolinque –noble indígena que gobernó este pueblo a inicios de la Conquista– no se salvó de escuchar los lamentos que profiere la Llorona, por sus hijos sacrificados bajo la complicidad del cacique. A Hernán Cortés lo atormentaron distintas ánimas, incluida la de Catalina, su esposa –muerta bajo sospechosas circunstancias–, y personajes como Frida Kahlo, León Trotsky, Fernando Benítez, Salvador Novo o Miguel Ángel de Quevedo no fueron ajenos a apariciones o sucesos de esos que ponen la piel chinita, agitan el corazón y son difíciles de explicar, debido a que su relato no es creído por quienes lo escuchan hasta que, por curiosidad o simple fortuna, lo experimentan. ¿No me cree? Atrévase a internarse en los callejones coyoacanenses durante la noche.
De Coyoacán, la zona que tal vez más leyendas guarda es aquella en la que están la Plaza de Santa Catarina y el callejón del aguacate. Se cuenta que a un costado Santa Catarina, por ahí del año 1650, vivía una familia criolla a la que en lugar de faltar dinero le sobraba. El patriarca fue bautizado con el nombre de Agustín, y aún más grande que su fortuna fue el orgullo que sentía por Benjamín, su hijo menor, quien, a diferencia de sus hermanos, era diestro arriba del caballo, querido por propios y extraños, gracias a su trato amable y piadoso, y responsable de los suspiros que a salud de su cariño llenaban el pecho de las señoritas que tenían la desgracia de, a su paso, toparse con él. Y digo desgracia, porque Benjamín ni las volteaba a ver, parecía más preocupado por su caballo, o por cualquier otra cosa, que por establecer un juego de cortejos.
Don Agustín no era ajeno a la situación ni actitud de su hijo menor, lo que le hacía pensar que, debido a su carácter bondadoso y afable, posiblemente tendría más vocación para servir a Dios que para formar una familia; su equivocación no podía ser más grande. Desde niño, Benjamín estaba enamorado de Azucena, una de las hijas del caballerango de la hacienda de Panzacola, y sabía que aquella relación sería reprobada. El amor fue más grande que el miedo a ser desfavorecido del favor de su padre, pero no tanto como para dejar de llevarlo en secreto; Benjamín se escabullía todas las tardes con distintas excusas para dirigirse al lugar en el que se encontraría con Azucena: el callejón del aguacate, donde las horas se les convertían en instantes llenos de palabras y, por ahí, una que otra caricia.
Durante años se vieron así, hasta que un día, ante la curiosidad de don Agustín sobre adónde y mustiamente se dirigía su hijo todas las tardes, Benjamín fue seguido por un capataz que, después de atestiguar el romance, contó a su jefe todo lo que –y con quién– Benjamín hacía. Al día siguiente, cuando el joven abrió sus ojos, lo primero que vio fue a la silueta de su padre quien, sin esperar a que se despabilara, le dijo con tono firme y los ojos llenos de lágrimas que subiera al carruaje que, con sus pertenencias, lo esperaba en la puerta de la casa; le extendió una carta dirigida a las autoridades de la Universidad de Salamanca para que ahí ingresara, una bolsa con dinero suficiente para el viaje y la amenaza de no volver a ver a Azucena bajo la advertencia de que, de no ser así, las consecuencias para su familia serían terribles, y para ella peores.
Benjamín, a quien le sobraba de todo menos carácter, subió al carruaje, viajó a Salamanca y nunca volvió a saber de Azucena ni de su trágico desenlace. Cuando Azucena supo que Benjamín se había marchado sin despedirse, acudió al mismo sitio en el que durante años se encontraron todas las tardes y ahí lloró hasta que se quedó sin lagrimas, y en su lugar salieron gotas de sangre, para después quitarse la vida. Su familia construyó un nicho en el que se colocó una Virgen que hoy continúa en el mismo lugar y que, dicen los vecinos, llora sangre a media noche.
Ahí lo esperan, en Coyoacán, el callejón del aguacate, la Virgen y más historias y leyendas de este sitio que –antes de que usted las coloque en el cajón de la incredulidad– merecen ser corroboradas a través de la experiencia. Nada más una recomendación: si va de noche en busca de ánimas no las invoque a gritos, no es que las vaya a ahuyentar; lo que sucede es que molesta a los vecinos del callejón del aguacate, quienes, cansados de turistas de lo espectral, pasan las noches en vela no por los espantos, sino por los gritos de quienes buscan encontrarlos. Y recuerde: tal vez las brujas no existen, pero de que vuelan, vuelan.