Ahora que me falta con quien comentar mi día a día, todas las noches me encuentro escribiendo en mi diario una página tras otra sobre lo que sea que me hubiera envuelto, absolutamente todo, entre las 6:00, al despertar, hasta las 23:00, al dormirme.
Se comprenderá, por tanto, que la gran mayoría de los sucesos que me hubieran ocupado a lo largo de las horas se reducen a impresiones intrascendentes cuando no sencillamente bobas, por más que para mí básicas, que registro con minuciosidad, ahora que me falta con quién comentarlas, con quién gozarlas o padecerlas.
Por ejemplo, anoche registré el diálogo que sostuve con Fernando, el mesero del restaurante que frecuento al menos una vez por semana. Me preguntó por mi hermano, con quien había comido ahí en varias ocasiones a finales del mes pasado. Le contesté que ya había regresado a Suiza, donde vive. Entonces quiso saber cuándo regresaría aquí, a visitarme. “En septiembre”, le contesté. “Que por favor me traiga alguna artesanía de por allá. ¿Pero qué clase de artesanías hay allá?”, quiso saber. “Nieve”, le dije, y nos reímos.
Esta comida fue la conclusión de mi mañana, que había empezado con la pérdida y recuperación de un botón del suéter que me quería poner, pero que, al darme cuenta de que le faltaba el botón lo cambié por otro. Molesta, pues se trataba de un botón especial, el suéter no sólo había sido de mamá sino que ella, detallista como era, tras comprarlo, le había cambiado el juego de botones que lleva al frente. Y los botones con que había sustituido los otros eran de carey gris, delicados, finos. Mi lamento por su pérdida, por fortuna para mí duró poco. Pues, cuando me agaché a levantar al pie del sillón sobre el que me vestía, grité de sorpresa, en el vacío y el silencio de mi recámara, ya que lo que creí que era una basura oscura en realidad se trataba de mi botón perdido.
Así que, al haberlo recuperado, con muy buen ánimo enfrenté el día, con un plan que, sin embargo, empezó con muy mal aspecto. Yo tenía que ir a la farmacia a comprar una solución inyectable (contra la anemia) que, por órdenes médicas, debía pedir que me aplicaran de inmediato. La primera farmacia a la que acudí no tenía el medicamento, pero en cambio tenía consultorio al lado, precisamente en el cual el médico me había aplicado la misma solución el mes anterior. Así que recurrí a otra farmacia, en la que sí pude comprar la medicina, pero en cambio no tenía consultorio al lado. Me indicaron cuál sucursal cercana sí contaba con el servicio del consultorio. Antes de encaminarme a la indicada, me fui deteniendo en tres laboratorios que me quedaban en el camino para preguntar. Sin embargo, en ninguno de los tres aplicaban inyecciones. Y entonces tuve que tratar de llegar a la farmacia que me socorrería, que no me quedaba tan cerca como creí, y a la cual, además, y bajo la lluvia, por problemas de sentido en las vías, me fue imposible llegar. Así que, molesta, decidí regresar, con la solución inyectable guardada entre hielos en una bolsa de papel, a la primera farmacia, a ver si, a pesar de que hubiera comprado el medicamento en otra farmacia, me podían habilitar el servicio de su consultorio, petición que me fue concedida de inmediato.
Así que, tres horas después de haber empezado a buscar la solución inyectable, finalmente fui inyectada. Y, contenta de veras, me fui a comer al restaurante que frecuento, en esta ocasión, con ánimo más que celebrativo.
Se sobreentenderá que estos ejemplos de quehaceres intrascendentes ni son lo único que registro en mi diario, ni son, tampoco, lo único que constituye mi día a día. De manera que no son, ni fueron, lo que exclusivamente yo comenté, o comentaba, con alguien con quien hubiera estado cerca, o con quien hubiera convivido.
Lo que asimismo se sobreentenderá es que, si bien el creciente grosor de mis diarios dificultará aun más que alguna universidad se interese en conservarlos, constituyen, para mí, una compañía esencial.