Que este año coincidan las fechas de la caída de Tenochtitlan (1521) y la de la consumación de la Independencia (1821) es una casualidad. No lo es que se hable y discierna con tanta intensidad tanto de la primera, como de la segunda. Siempre se puede afirmar que el colapso de Tenochti-tlan y la consiguiente ocupación española marcaron el inició que finalmente desembocó, tres siglos después, en la expulsión de los peninsulares. Sin embargo, visto desde una perspectiva historiográfica, el problema no es tan sencillo.
A la hora de registrar las conquistas, la memoria de las caídas, finalmente de los pueblos anexados, no suele tener la misma intensidad que la que cobran sus victorias, como la de 1821.
La caída de Constantinopla en 1453, por ejemplo, ha sido objeto de interés de los historiadores desde el siglo XVI, pero nunca alcanzó la dimensión mítica del sitio de Viena en el que la alianza occidental derrotó a las fuerzas otomanas, en 1528. Más recientemente, quién recuerda la derrota que los ingleses infringieron a las tropas de Tipu Sultan, en 1799, que abrió pasó a la colonización de India. En cambio, ¿quién no recuerda a Gandhi? O la caída de Saigón a manos de los colonizadores franceses, en 1861, en donde permanecieron casi un siglo, para ser después expulsados violentamente. La gran figura de ese siglo vietnamita fue finalmente Ho Chi Minh. ¿Qué hay en el acontecimiento de la caída de Tenochtitlan que despierta una latencia cuasi mítica tanto en la historia occidental como en la mexicana?
Hay un poema muy clásico de John Keats, escrito hace siglo y medio, que acaso podría ofrecer un indicio al respecto. Se titula Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman. Keats se refiere a la traducción de La Ilíada, de George Chapman. En una de sus estrofas dice así: “sentí entonces lo mismo que el viajero observa/el firmamento y ve de pronto un nuevo astro/ o lo que Cortés, cuando con ojo de águila/por vez primera divisó el Pacifico –y todos sus soldados se miraron entre sí sin dar crédito a aquello–/callado, allá en lo alto de un monte de Darién”.
El poema reúne a las figuras de Homero y Cortés; en otras palabras, a las de Troya y Tenochtitlan. Y sugiere la impresión de que en el imaginario europeo, hasta el siglo XIX e incluso más tarde, el colapso de Tenochti-tlan pudo significar para la Europa colonial una empresa que confirmaba, en paralelo, con la distancia del tiempo y en calidad de metáfora, lo que Homero había escrito sobre Troya. Ese momento que Occidente rememora de manera altisonante su expansión hacia Oriente (en el caso de Troya), y hacia el mundo del Anáhuac en el caso de Cortés.
Si esto fuera cierto –no hay estudios que lo confirmen– se comprendería la fruición casi mítica de la tradición occidental frente a la historia de Tenochtitlan. Lo que no se entiende tan fácil, es que en casa nos hagamos eco de esa mitología. Lo único que lo puede explicar es el síndrome de una historiografía presa del criollismo –el prohispanismo del mundo conservador mexicano que se remonta al siglo XIX y, sigue vigente, que distinguió a la escritura de la historia en México hasta hace algunas décadas. Habría realmente que reflexionar en algunas de las claves semánticas de esas narrativas para dar otro paso descolonizador: la descolonización de la percepción del pasado. Ofrezco dos ejemplos.
La mayor parte de los cronistas españoles del siglo XVI se muestran prácticamente schockeados frente a los sacrificios humanos de los mexicas. Pero el siglo XVI es el momento en que la Inquisición ha emprendido su primer genocidio global: decenas de miles de mujeres fueron quemadas, sacrificadas (a sus dioses) y acusadas de supuestas “brujas” para que la Iglesia se abriera paso en el control del cuerpo femenino. Y a ninguno de los cronistas que observaron los sacrificios mexicas parece incomodarle la carnicería de mujeres orquestada por la Inquisición.
Otra de las menciones recurrentes en los cronistas, sobre todo de los que describen las conquistas de los Andes y el Amazonas, es el canibalismo. Pero nadie parece sorprenderse hasta la fecha de que una de las inclinaciones culinarias en ciertas épocas de Roma consistía en beber la sangre de los gladiadores muertos en la arena. Creían que les daba fuerza, valentía y virilidad. O bien que tenía efectos medicinales. Algunos rasgos del canibalismo fueron una peculiaridad de múltiples culturas hasta la aparición de las primeras señales del Estado absolutista.
Habría que rescribir toda esta historia de nuevo. Y siempre teniendo en mente que a la hora de la barbarie (y no sólo durante la Primera y la Segunda guerras mundiales en el siglo XX), la civilización occidental ha sido una de sus sedes inconfundibles.