Si por algo va a ser recordada esta edición de Cannes es por haber roto varios paradigmas. Entre la pandemia y la necesidad de cambio, el viejo ritual del festival se ha trastornado para siempre. Entrar a las funciones, como predije el martes, se ha vuelto muy complicado con eso de que se deben pedir los boletos con un día de antelación. Se acabó el juego espontáneo de escoger a última hora alguna película porque los rumores son buenos. O cancelar una función porque el tiempo no lo permitió. Ahora se ve lo que se escoge básicamente a ciegas, pues todas las películas son estrenos.
Además, el festival, en plan ecológico, se ha declarado enemigo del papel y del plástico. Por tanto, se acabaron los materiales de prensa. El press book de antaño, que siempre consignaba material de interés sobre cada película, pasó a ser otra especie en extinción. De hecho, desaparecieron los casilleros de prensa –en su lugar pusieron unas incómodas bancas– y con ellos los boletines informativos. Ahora sí, que cada uno se rasque con su propia base de datos.
Ahora bien, eso de demostrar que uno no está infectado de Covid 19 es otro boleto de incomodidad. La prueba –que consiste en echar dos mililitros de saliva en un tubito– tarda seis horas en ser analizada. Imagínense el tiempo que se pierde en lo que uno ya se vuelve digno de entrar al Palais.
En contraste, los títulos en competencia no han sido, hasta ahora, como para babear de admiración. La inaugural, Annette, decepcionó a la mayoría de los adeptos del director francés Leos Carax, La verdad a mí siempre me ha parecido un pedante, pero esta vez ha ensayado un musical completo (las líneas de diálogo son escasas), un género al que le tengo debilidad. Basada en la melódica partitura del dúo setentero The Sparks, a medio camino entre las canciones tipo Broadway y de una rock ópera, la película narra el camino autodestructivo de un agresivo comediante de stand up (Adam Driver) y cómo acaba por minar su relación con su esposa (Marion Cotillard) y su pequeña hija epónima (interpretada por un muñeco animado).
Aunque el asunto es presuntuoso, por supuesto, hay números que denotan brío y cierta fuerza visual. Sin embargo, el que el protagonista reconozca finalmente su propensión a asomarse al abismo y volverse un asesino, no sostiene la tensión dramática a lo largo de dos horas y veinte de duración.
Por su parte, el prolífico François Ozon ha vuelto a participar en competencia con Tout s’est bien passé ( Todo estuvo bien), la historia de cómo un viejo bisexual (André Dussolier), quien ha sufrido un infarto cerebral, les encomienda a sus dos hijas que le preparen en Suiza un suicidio asistido. El protagonista es simpático en su egoísmo, pues todo lo que le preocupa es pasarla bien antes de su destino fatal. De alguna manera, el subtexto de la película es los estragos del tiempo según se puede apreciar en los avejentados rostros de Sophie Marceau, Charlotte Rampling y Hanna Schygulla. Las últimas dos, sobre todo, habiendo sido figuras emblemáticas del cine europeo de los 60 y 70.
Tampoco soy admirador de Ozon, pero ésta queda como una de sus realizaciones satisfactorias.
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