Releo a Jean-Paul Sartre mientras la tormenta tropical Elsa se aleja de Cuba, después de dejar algunas casas sacudidas por los vientos, campos anegados, marejadas y, afortunadamente, ninguna víctima mortal ni daños demasiado ostensibles. El filósofo francés utilizó la metáfora de la tempestad en su libro Huracán sobre el azúcar para dar cuenta de la tensión entre el emplazamiento geográfico de la isla y la obligación de someterse o enfrentar al gran vecino del norte para tirar adelante su ideal de país.
“Nos piden ideas, una doctrina, pronósticos –me ha dicho el Che Guevara–. Pero se olvidan de que somos una revolución de contragolpe”, escribe Sartre en 1960 después de entrevistarse con el entonces presidente del Banco Nacional de Cuba. Quería decir, añade el escritor, que la isla no dirige el juego; en las relaciones con Estados Unidos, las medidas tomadas por los jefes revolucionarios son siempre réplicas. Igual que en la temporada ciclónica y en la pandemia.
Son tres las tempestades que en simultáneo están pasando por Cuba, pero hay grandes diferencias entre ellas. Huracanes y pandemias son catástrofes naturales en las que se produce un parón radical de la actividad económica y las prioridades se alteran de manera absoluta, con todos los esfuerzos concentrados en salvar vidas. El bloqueo es eso y más, una guerra permanente, “normalizada”, que viola la noción de límite y que depende de un solo jugador, como advertía Sartre, pero que afecta, en diferente escala por supuesto, al agresor y al agredido.
En 2016 asistí como periodista a las conversaciones entre Washington y La Habana para iniciar el proceso de restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Trump lo paró luego en seco, pero aquellos diálogos fueron un momento en que un suspiro de alivio provino de múltiples actores de la sociedad estadunidense interesados en el deshielo, particularmente empresarios de sectores tan diversos como la agricultura, la aeronáutica civil, las telecomunicaciones, el turismo y la industria farmacéutica. Se hablaba de eliminar los obstáculos para comercializar productos biotecnológicos desarrollados en la isla y otras innovaciones científicas, que beneficiarían a cientos de miles de enfermos en Estados Unidos. El actual secretario de Agricultura, Thomas Vilsack –que también tenía ese cargo durante el gobierno de Barack Obama–, llegó a expresar con entusiasmo: “¿Ustedes se imaginan a Cuba y a Estados Unidos proponiendo proyectos conjuntos en organismos internacionales?”
Pero en esos encuentros se revelaron otros efectos menos conocidos de esa guerra. El bloqueo no es una ley, sino muchas. Si mañana el Congreso de Estados Unidos decide levantarlo, los empresarios de ese país podrían seguir sintiendo temor de involucrarse en el mercado cubano por los riesgos legales, los costos económicos y la escasa comprensión de las regulaciones, que tienen impacto dentro y fuera de las fronteras estadunidenses.
Thomas Donohue, quien fue el presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos hasta hace poco, declaró en aquellas conversaciones de 2016 que los efectos del bloqueo, aun después del levantamiento de las sanciones, podrían perdurar por al menos 20 años más. Andrea Gacki, funcionaria de alto rango del Departamento del Tesoro de la administración Obama, admitió no saber cuál era específicamente la cláusula legal que le impide a Cuba utilizar el dólar en transacciones internacionales, pero eso no quería decir que no existiera. Acto seguido, el entonces subsecretario adjunto para América del Sur y Cuba, del Departamento de Estado de Estados Unidos, Alex Lee, admitió: “La realidad es que estamos muy atascados con el embargo... Averiguar lo que podemos hacer es como armar un cubo de Rubik”.
Unos meses después de publicada la serie de artículos que aparecerían en Huracán sobre el azúcar, Sartre y Simone de Beauvoir regresaron a La Habana. El bloqueo, un secreto a voces a inicios de 1960, era ya un hecho. Alguien le pidió al pontífice del existencialismo que abundara en el concepto del Che Guevara de la “revolución del contragolpe” y sus palabras fueron proféticas: “El agresor había tenido la iniciativa, pero el contragolpe provocado por su torpeza había sido la radicalización del pueblo… En ese momento comprendí que el enemigo, con sus maniobras, no hacía más que acelerar un proceso interno que se desarrollaba según sus propias leyes… Queriendo aplastar vuestra revolución, el enemigo le permitía convertirse en lo que ella era. Creí descubrir en la historia de vuestras luchas el rigor inflexible de una idea”.