En el auditorio se escuchan aplausos para incitar a Rebeca a que tome la palabra, pero ella permanece en silencio. El hombre de la última fila se levanta y se dirige a Íñigo, el coordinador de la sesión:
–La señora lleva diez minutos allí y no ha dicho nada. Si no quiere, que no hable, pero que se retire para que los demás podamos hacerlo antes de que se nos termine el tiempo. Yo no podré venir el siguiente martes porque no he conseguido quien pueda quedarse con mi esposa. Su madre murió en febrero, por el Covid, y desde entonces no me habla. Es como si yo hubiera tenido la culpa de que mi pobre suegra... A veces dudo, pienso que sí, que a lo mejor fue porque fallé en algo, pero no sé...
Un coro desordenado le pide que se calle y deje hablar a Rebeca. La aludida se acerca al micrófono, abre los labios pero no dice nada y parece a punto de llorar.
–La entiendo, sé que está aturdida y ya ni sabe por qué llegó aquí. Lo mismo me pasó –dice desde el extremo penumbroso una voz femenina. Mi primer viernes vine por una apuración muy grande: una vecina había visto a mi hijo drogándose en la azotea con el Gallardo. Ese pobre muchacho, desde que su padre se fue de la casa dejó estudios, trabajo, ¡todo!, para dedicarse a la bebida, y ahora también a las drogas. Si no trabaja, ¿cómo las compra? De seguro, robando. Cualquier día lo matan. No quiero que mi hijo termine así. Se lo dije y se puso a defender al Gallardo. Le advertí que si vuelve a andar en malos pasos voy a echarlo de la casa. En vez de prometerme que haría caso, me insultó horrible. Lo hace a cada rato. Eso es lo que me tiene tan mal y llena de temores.
Llegué a estas reuniones para que alguien me ayudara a encontrar la salida. Aunque sigo con el problema, ya me siento mejor. Así que usted, Rebeca, hable, empiece.
–Es que no sé cómo... –murmura Rebeca desviando la mirada.
–Por el principio. Nada más piense por qué decidió acudir aquí y dígalo. Si lo desea, puede irse. Recuerde que en este lugar no hay puertas cerradas.
II
Con voz incierta, muy baja, Rebeca agradece la oportunidad de estar allí. La interrumpen gritos: “No se oye.” “Más fuerte.” “Acérquese al micrófono”.
–Por los nervios se me cierra la garganta –se disculpa Rebeca– y también me hago bolas porque me pasan muchas cosas por la cabeza que me da vergüenza decirles.
–¿Le da vergüenza confesar que tiene problemas? ¿Por qué cree que estamos aquí? –le pregunta el hombre que tiene una profunda cicatriz en la mejilla.
–Le cuento: hace dos años que me asaltaron en la carnicería donde trabajaba. Cuando detuve al ladrón él tomó el aplanador y me dio un golpazo en la cara. De milagro no me morí, pero me tardé bastante en reponerme. Cuando regresé a la carnicería, mi primo –que es el dueño– ya no quiso recibirme. No le importó dejarme en la calle, con mujer y tres hijos. Durante meses busqué chamba por todas partes, pero en ninguna me dieron oportunidad. Pienso que es por la cicatriz tan fea, que –según me dijo un paisano– sólo tienen los maleantes. La desesperación me hizo cometer locuras. Empecé por robarle su dinero a mi esposa y después a quien se dejaba, para tener con qué emborracharme. Todo el tiempo bebía. Llegué a tener delirios. En una de esas estuve a punto de matarme, por eso mi mujer me trajo aquí. Sigo viniendo, voy mejorando, pero no dejo de pensar que le vida me ha tratado muy mal; me volvió ladrón, vicioso...
–Perdone, señor, pero es el turno de Rebeca, espere el suyo –interviene un hombre que ha permanecido toda la sesión en el pasillo.
–Ahora que si ya no van a respetarse los turnos, aprovecho para decir que me trajo aquí la chingadera de haberlo perdido todo. El fracaso es cabrón, pero la soledad es peor. Lo hace a uno perder el gusto por la vida y sentir como si fuera nada, nadie.
–Hay cosas igual de malas o peores que la soledad: sentirse rechazada por cosas que fueron sucediéndole a uno –declara una mujer de cabello entrecano y con restos de tinte negro: –Ya estoy grande. Entre eso y la pandemia, pues hace más de un año que no he podido trabajar en lo mío. No me quedaba ni un centavo y pensé que mi hijo podría ayudarme. Después de cuatro años de no verlo, fui a buscarlo. No me dejó entrar a su casa ni conocer a mi nieto. Sentí horrible, como si estuviera en el infierno. Cuando se lo conté a La Pitufita, una compañera de oficio, se acordó de la vez que había pasado por aquí y vio el letrero: “Ayuda Mutua. Sesiones gratuitas los martes.” Total, me aconsejó venir aquí. Estuvo bien, porque me siento más congraciada conmigo misma y con mi hijo. Espero que un día los dos nos perdonemos.
–Hizo bien en decirlo. Eso le dará ánimos a Rebeca –afirma Íñigo.
–Sí, Rebeca, queremos escucharla. Que no le dé pena decirnos sus tristezas –comenta la señora del cabello entrecano.– Ahora, que si tiene más ganas de llorar, ¡hágalo!, aquí nadie se lo va a prohibir.
Antes de que Rebeca alcance a tomar la palabra, se levanta la joven que mantiene una cajita de cartón entre los brazos:
–Lo más horrible que puede haber es que a uno le prohíban llorar. Mi hermano se enoja cuando lloro, dice que lo expongo a que la gente piense que me maltrata o me hace cosas malas... Y sí, me obliga a hacerlas... Todo el tiempo pienso en escaparme de él, pero no puedo. Aquí, en esta caja, siempre traigo mis cositas pensando que voy a necesitarlas cuando me vaya, pero luego, sin darme cuenta, regreso adonde siempre, a lo de siempre. Pero creo que no es justo que ocupe el tiempo de Rebeca. Me voy a callar para que hable.
–Pues a ver si puedo –dice Rebeca. –Lo primero que necesito decirles es que no soy Rebeca, sino Claudio. Por eso mi familia... ¿Qué fue eso?
–La campana que tocamos cada que termina una sesión –explica Íñigo. –Tenemos que salir rápido porque nos prestan este auditorio nada más hasta las dos. No olviden que los espero en la sesión del martes.