Conservar lo útil de lo creado por el hombre es una lección duramente aprendida a lo largo del siglo XX. Ninguno de los grandes experimentos de transformación social, enarbolados por varias especies de comunismo, han podido dar vida sustentable a las grandes utopías que han querido construir sociedades habitables e igualitarias, empeños realizados tanto en países ricos y avanzados como en naciones pobres, en vías de desarrollo y no.
En buena medida, ahora vivimos una reproducción segmentada del mundo que la globalización vanamente prometió superar, pero que al final de cuentas reprodujo y afirmó como realidad universal. Tal es el cruel veredicto de la crisis profunda de esa globalización. El mundo cambia, pero reproduce ampliadamente su fragmentación originaria que muchos, desde sus fondos, buscan subvertir migrando.
Con todo y la carga social negativa que supone esa reproducción del sistema mundial, es innegable que en varios y decisivos aspectos de la vida social los otrora “condenados de la tierra” se las han arreglado para mejorar sus formas de existencia y hacerse de mecanismos de defensa de sus niveles de vida y de afirmación de expectativas de mejora.
El mundo sigue moviéndose y también, aunque de manera desigual, prácticamente todas las clases, regiones y localidades que le dan sentido material e histórico; en nuestro caso, así lo constata el reciente informe de Coneval que da cuenta de una cansina reducción de carencias sociales.
El redescubrimiento de la desigualdad y la descalificación del mito que, todavía hace poco, defendía la desigualdad como condición necesaria de mejoramiento y cambio, ha introducido una dimensión compleja a las formas, criterios y evaluación del desempeño de los Estados y las naciones. Al día de hoy nadie se atreve a soslayar el peso de la inequidad apelando al tamaño o la dinámica del crecimiento económico. Y, si bien hay creciente conciencia de la necesidad de cambios urgentes, todavía está por verse si las comunidades humanas organizadas van a lidiar con esta lacra apoyándose en los Estados de Bienestar y en los programas focalizados contra la pobreza intentados en muchos países, en particular entre nosotros.
En esta materia, sensible como lo es, hacer tabla rasa con lo hecho, no sólo es desaconsejable, sino que puede probarse contraproducente e irracional. Así lo indican los resultados con que contamos en cuanto a lo hecho en el combate a la pandemia y la ausencia de programas masivos de transferencias para las familias pobres o, peor aún, la del llamado Seguro Popular, cuya desaparición no ha encontrado un sustituto adecuado. Sin olvidar la vergonzosa marginación de la política ambiental y el maltrato de sus organismos científicos. En estos casos, asistimos a una demolición institucional suicida, pero los que la sufren no escriben en estas páginas.
Qué conservar y qué mejorar; qué reformar y qué desechar, son temas que no pueden descalificarse por impertinentes. Exigen ser afrontados cuanto antes por el Estado, el gobierno y los partidos, y difundidos y discutidos en los medios.
Apelar a figuras del pasado, en miope lectura histórica, en particular del siglo XIX, poniendo en la picota a unos fantasmales “conservadores”, de poco sirve para entender y superar la adversa circunstancia que hoy vive el país. De lo que se trata es de hacer una política económica y social a la altura de los resultados terribles de nuestra dura experiencia con la pandemia y a partir de lo que tenemos y sirve.
Por más que nos pese y se le atore al Presidente, en el siglo XX hubo momentos de construcción material e institucional que deben ser puestos en su justa dimensión, valorarse para conservarse. Los errores y abusos de los grupos gobernantes; las crisis de cierre del ciclo posrevolucionario y sus lamentables aterrizajes en agotamiento económico y empobrecimiento con desigualdad, no deben ser argumentos suficientes para desmantelar la arquitectura institucional. Convocar a la reconstrucción y, en su caso, a la innovación con criterios expresos de igualdad en la división del trabajo, el reparto de los frutos del progreso técnico o material es, sigue siendo, la convocatoria.
Supongo que lo anterior no es de utilidad para la campaña interminable, articulada por sucesivas pendencias, en la que el Presidente se ha embarcado sin asumir la responsabilidad nacional de su cargo. Con todo, no pueden aceptarse pasivamente las taxonomías fantásticas que cada mañana nos asesta el mandatario.
Ante los despropósitos presidenciales, como valientemente los llamó Carmen Aristegui, en la relación del poder con la prensa, la reivindicación inmediata y universal de una ética de la responsabilidad a la altura de nuestras angustias es una urgencia. Una responsabilidad republicana que nos obliga a todos.