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Ha muerto Antonio Helguera (Ciudad de México, 1965-2021), artista del cartón político y dibujante de trazo mordaz, a veces sutil, a veces brutal, que como nadie ayudó a corroer el inmenso poder político de toda una época, con sus respectivas violencias y abusos. Su muerte sorpresiva nos obliga a evocar nuestra propia historia de lectores de cartones políticos. Hay en Helguera una historia individual y colectiva que se teje como conciencia política, al calor de las violencias y los abusos del poder del Estado. Quizás por esa historia entretejida entre cartonista, caricatura y lectores es que su muerte ha sido tan impactante, tan personal como colectiva.
Yo no sabía que en las portadas y en las páginas de La Garrapata. El azote de los bueyes estaba el comienzo de mi camino como lector gozoso y asiduo de cartones políticos. Era su tercera época y la descubrí en algunos ejemplares en casa de mi mejor amigo de la secundaria. Su lenguaje garrudo me deslumbró, sus cartones eran el retrato bizarro del oscurantismo despótico que emanaba del poder político del pri, es decir, de la totalidad de la realidad política visible en ese momento. Un auténtico choque de tinieblas: las del régimen priista y las de esa representación de lo político dibujada fabulosamente como un carnaval de sombras, abusos y sórdidos gestos desde el blanco y negro o en colores opacos; eran también el motivo de las primeras risas ante la parodia de lo político. La Garrapata fue para mí un permanente golpe de conciencia de lo más festivo. Ahí estaban los trazos del mismo Rius, Helioflores, Naranjo y tantos otros.
Ahí había una información vergonzosa del poder político, sindical (Fidel Velázquez –“el personaje favorito de los caricaturistas”– y la entelequia de masas de la ctm me atemorizaban mucho más en los cartones de La Garrapata que en la “vida real” de la televisión) y eclesiástico; una información indirectamente desnuda y fría en su choque íntimo con mi propia realidad. También significó una educación informal de la política que posteriormente se dejaría llevar por el siguiente vendaval de caricaturistas: Magú, Jis y Trino, el Fisgón, Ahumada, Hernández y el mismo Helguera, entre otros. El pacto de recepción de esos dibujos y cartones, de esos trazos irreverentes, pero también con su propia semiótica de la imagen, era aceptar en toda su profundidad que el poder político en México era una caricatura cómica y trágica a un mismo tiempo; que, visto como totalidad y con mínima distancia crítica, este poder era un absurdo gigantesco y aplastante, y que enfocándolo en los rostros de los personajes políticos más visibles y letales, era susceptible de transformarse en una imagen alegorizada de la corrupción, el autoritarismo y la violencia del viejo régimen contra la sociedad.
Cartones políticos: herencia, tradición y continuidad
Es una paradoja del autoritarismo mexicano que a pésimos gobiernos hayan correspondido caricaturistas tan notables y que sus cartones se hayan encargado de transformar en personajes tenebrosos y perversos a presidentes y políticos que obtenían su legitimidad a punta de fraudes, abuso y censura. Una nómina de caricaturistas garrudos e irreverentes, analistas y cronistas visuales de los usos del poder político, artistas de la comunicación popular en condiciones permanentes de adversidad y censura, que conspiraron contra la violencia de los poderes fácticos del nacionalismo “benefactor” y autoritario, por momentos de exterminio selectivo (como en Tlatelolco y en la llamada guerra sucia); y contra el neoliberalismo, en las últimas décadas. Esta historia aparentemente comienza con la irrupción en los años sesenta del siglo xx de la caricatura política de Rius, Eduardo del Río; así lo afirmaban el mismo Antonio Helguera y Trino, pero se remonta también al siglo xix: publicaciones críticas de ese liberalismo mexicano que ponía el acento en las libertades políticas y de prensa, que denunciaba la violencia y el sinsentido de la dictadura porfirista y de su definición grotesca de tercer imperio mexicano; un periodismo que contribuyó a formar una conciencia política y crítica sobre los abusos de los gobiernos, de sus ministros y autoridades, pero que también se organizó y peleó por esa libertad de prensa tan vapuleada. Esta herencia se desplegó en el siglo XX y dio lugar a esa rebelión permanente que se expresa en la caricatura política previa al asesinato de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas. Como afirma José Luis Ruiz, en el siglo xx “la semilla de la caricatura contestataria se mantuvo en la obra del Taller de Gráfica Popular, fundado en 1937 por artistas de izquierda con la misión de agitar por medio de propaganda expuesta en carteles, volantes y folletos. Se distinguieron Raúl Anguiano, Pablo O’Higgins, José Chávez Morado, Mariana Yampolski y Alberto Beltrán que años después sería el único del grupo que se dedicaría a la caricatura política”.
Un maestro de la sátira
Para mí, Helguera siempre fue Helguera, el personaje detrás de los personajes caricaturizados. Su edad nunca coincidió con su sabiduría satírica: siempre fue demasiado joven para esos cartones cuya elocuencia irónica estaba marcada por un análisis crítico de la política que siempre iba más allá de lo evidente. Su firma en la caricatura del día era sinónimo de una amplificación cáustica y acerba del personaje en turno: con sus cartones rompía la armonía ficticia del poder político del gobierno en turno, del absurdo sistema de partidos articulados bajo la corrupción más rimbombante, pero con sonrisa y gestos de mármol, de los grandes capitalistas y capitales internacionales y nacionales, de los abusos y violencias de la Iglesia católica. En los cartones de Helguera se cumplen puntualmente los dos movimientos básicos de la sátira, ya no como género clásico sino como actitud que atraviesa a gran parte del pensamiento crítico moderno y al periodismo crítico desde el siglo xix: destruir y corroer las bases ideológicas de un régimen despótico, atacar lo intolerable con la estridencia pública de la risa y ridiculizar artísticamente a los responsables de esos poderes y de esos abusos; pero también hacer que la risa permanezca más allá de sí misma para así dejar que esa posición subversiva encuentre otros caminos.
Tal parece que una gran caricatura necesita forzosamente tener como objeto de denuncia y satirización un majestuoso abuso de poder, el sinsentido y/o contradicción flagrante de un proceso político intolerable desde su caricaturización, pero normalizado por los rituales de la hegemonía política. La galería satírica de Helguera de expresidentes es de un despliegue irónico notable: ahí están Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, en toda su desnudez como pandilla de malandros unidos por el cordón umbilical del neoliberalismo, con gestos de sorpresa y desesperación ante el juicio condenatorio de la historia, con su cinismo transexenal dulcemente trasnochado en risa. Ahí están los cerdos capitalistas decidiendo con una indolencia atroz y soez el destino de millones de personas. Ahí están los juegos de máscaras y de alcoba palaciega entre Elba Esther Gordillo y los presidentes en turno. Ahí está la moralidad absurda del poder político defendiendo de manera pulcra y ridícula sus propias obras maestras de la corrupción: el Fobaproa, los fraudes electorales de 1988 y de 2006; las pensiones fastuosas de los expresidentes; las represiones y violencias sistemáticas del viejo régimen y de sus aliados neoliberales.
El sabio joven
Con la muerte de Antonio Helguera se suspende una obra que es también una crónica satírica de los últimos sexenios, una historia de la risa pública que vive de no olvidar los agravios estructurales y cotidianos, pero que los transforma en esa adrenalina crítica que destruyó mucho de la subjetividad vergonzosa del poder político del nacionalismo revolucionario y del neoliberalismo al estilo del pri-pan-prd y de su pacto contra México. Con Helguera se va la sátira combativa que acompañó el día a día de las luchas políticas en la calle y en el mitin, con el periódico bajo el brazo que lo primero que busca es el cartón político del día. Se queda el análisis político de una rebelión satírica que suma coyunturas para transformarse en el trazo histórico de toda una época; una memoria de agravios delirantes que mueren en su impunidad y legitimidad al ser devorados por la risa que brota de la complicidad entre el caricaturista y sus lectores. Con Helguera perdura y se fortalece esa herencia política y cultural que viene del siglo xix y que hace de la crítica el paraíso posible en medio de las violencias más profundas que marcan la historia moderna del país. Se queda, a manera de museo viviente del absurdo, una curaduría de la denuncia, la indignación, de la crítica al poder político y eclesiástico, pero también una comprensión satírica de una clase política rapaz y ridícula, violenta y amplificada irónicamente en sus usos y costumbres, en la ficción de sus rituales que al mismo tiempo fueron en Helguera una manera de comprender el poder político a través del humor y la deformación satírica. Se queda la alegría democratizadora de un artista del cartón político, el más joven de nuestros sabios dibujantes que transformó en risa popular la insensatez y la deshonestidad de los que alguna vez se creyeron impunes por los siglos de los siglos.
* Il ustraciones de El Fisgón, Hernández, Rocha, Rapé, Daka, Waldo Matus, El Mayo Monero y Rodríguez.