Desde el inicio, la idea de juzgar a los ex presidentes por sus saqueos, corrupción y masacres fue enfrentada con un argumento endeble: que se les aplique “la ley” y dejen de estar preguntándole a los ciudadanos. Más allá de que la consulta también es legal y de que su pregunta la redactó la Suprema Corte, el razonamiento de que las leyes son lo mismo que la justicia es pueril. La larga tradición de Antígona, que opone la justicia a la ley en Tebas, llega hasta los antiesclavistas y a los que objetan las leyes antijudías del nazismo, y está en el centro mismo de la idea del derecho como algo que se modifica y es histórico. Si no, ¿para qué tendríamos legisladores y jueces? Pero, sobre todo, ¿para qué constituirnos como ciudadanos?
Creo que el punto de la derecha empresarial al optar, en vez de hacer campaña por el “no”, por desacreditar el uso de la consulta popular como forma de la democracia, no es tanto sacralizar las leyes de inamovibles como desautorizar a los ciudadanos. A las dos y medio millones de firmas que pidieron la consulta contra los ex presidentes mexicanos, la derecha les ha llamado “perros de Pavlov”, salivando con cualquier urna. La metáfora ofensiva embona con el desprecio por los ciudadanos cuando su soberanía está por encima de la ley pero nunca cuando está debajo, es decir, cuando es obediente. Supone la animalización de la crítica al “ciudadano total”, esa defensa del hombre privado que hizo Norberto Bobbio cuando se opuso a las consultas ciudadanas sobre cualquier tema. El asunto es que éste no es cualquier tema. Juzgar a los ex presidentes por las consecuencias funestas de su corrupción y guerras de exterminio no es una banalidad porque enuncia el conflicto entre el pasado y el futuro, entre víctimas y victimarios, entre una élite abusiva que saqueó, sobornó, asesinó y hasta se robó el sentido mismo de la democracia mexicana en los fraudes electorales de 1988 y 2006. La campana de Pavlov, en todo caso, sería la que suenan los dos millones y medio de firmantes de la solicitud, no el premio Nobel ruso de medicina.
La metáfora del perro que saliva con una urna se corresponde con la forma en que la derecha mexicana ha visto a los ciudadanos plebeyos: una especie de seres agitados pero, a la vez, automatizados. Un poderoso líder suena la campana y, lo antes inerte, se moviliza. Pero la ciudadanía se agita involuntariamente, como una máquina, sin conciencia; la saliva del perro. A los plebeyos se les atribuye una emocionalidad que no pasa por la reflexión antes de depositar sus votos y de decir sus opiniones: son “clientelas”, son “aplaudidores”. Sus votos y opiniones políticas no son válidas por ser consecuencia de emociones que se constituyeron en fuerza pública. Sin embargo, no siempre las emociones son malas para la derecha. El miedo es una de sus armas en el ámbito laboral, cuando lo utiliza para que ningún trabajador tenga estabilidad y proclama eso como adaptación a las innovaciones del mercado. El miedo al futuro es bueno cuando se trata de evitar que gane en las urnas un plebeyo. Y otra de las emociones de la expectativa, la esperanza, es tachada de demagogia, autoengaño y manipulación. Se desautoriza a los ciudadanos cuando no se acredita su voz y su participación concebibles sólo como los movimientos de un títere cuando le da vida el ventrílocuo. Éste se sabe superior y, entonces, sus decisiones son “caprichos”, no un programa de gobierno por el que votamos millones y ratificamos hace un mes.
El proyecto de la derecha empresarial de sancionar las emociones de la plebe es presentarlas en público como excesivas: no quieren justicia, sino venganza; no votaron por aminorar la desigualdad sino que le tienen envidia a los exitosos, es decir, a los que tienen más dinero. Tanto una como otra tienen una particularidad en el pensamiento conservador: son emociones a las que se les niega su objeto. No son el resultado de una injusticia, sino de un error del carácter de quien las siente. Llevarlas del terreno político al de una subjetividad frustrada implica pensar que los sexenios del saqueo y las matanzas no generaron víctimas legítimas, dolor real, sino que son sólo una forma de percibir al país. En la ficción elitista, lo hecho fue necesario, desde las privatizaciones, el Fobaproa o la guerra contra el crimen organizado. Sus víctimas debieran conformarse con sus aflicciones y desgracias. La pregunta de la consulta, no obstante su nebulosidad, está clara para los ciudadanos, aunque no tanto para la élite empresarial: ¿debe la justicia reparar los daños a la nación con un proceso a los ex presidentes? ¿Qué significa castigar a los ex presidentes? Por supuesto que existe la conciencia de que inflingirle dolor al causante del daño no cambia sustancialmente las cosas. El tema de la consulta es otro: hacer visibles y narrativos los delitos cometidos al más alto nivel y establecer estándares públicos de responsabilidad. Hacer saber que la sociedad se toma en serio los agravios pasados y que se compromete a protegerse de futuras injusticias. Es un “hasta aquí” colectivo. Es el uso de la democracia para simbolizar un cierre de época y no sólo, como quería Bobbio, para elegir sosamente de entre una oligarquía reciclada. La sociedad mexicana, al menos una buena mayoría, ha pasado de decir “qué triste” ante una injusticia, a decir “qué indignación”, es decir, ha ido de una resignación cristiana de “todos son iguales y así seguirán”, a una expectativa de que las cosas no se repetirán. La indignación moral es esa emoción a la que le teme la élite porque resulta, al mismo tiempo, como escribe Martha Nussbaum, indicadora de que algo está mal, motivadora de una acción, y disuasoria para quien pretenda volver a perpetrar alguna de esas injusticias. Más que hacia el pasado, la consulta es hacia el futuro.