Norteamérica se encuentra inmersa en una obligada revisión del racismo y el colonialismo sobre el que se construyeron sus sociedades. Si hace un año el asesinato del afroestadunidense George Floyd por el policía blanco Derek Chauvin catalizó el mayor movimiento social que Estados Unidos haya presenciado en más de medio siglo, el descubrimiento de tres sitios de enterramiento clandestino de niños indígenas en el territorio de Columbia Británica ha conmocionado a Canadá y la ha obligado a mirar de frente uno de los aspectos más oscuros de su pasado: la política de asimilación forzosa de amerindios e inuit.
El 29 de mayo, se informó el hallazgo de una fosa común con los restos de 215 niños, algunos de apenas tres años, en la comunidad de Kamloops. Menos de un mes después, 750 tumbas anónimas fueron descubiertas en la provincia de Saskachetwan y, apenas el miércoles pasado, se confirmó la presencia de otras 182 cerca de la ciudad de Cranbrook. Todos los cuerpos fueron localizados en terrenos donde operaron centros de internamiento forzoso para menores indígenas, los cuales eran financiados por el Estado y gestionados por organizaciones religiosas con el propósito de forzar a los niños a aprender el idioma y las costumbres occidentales.
Entre 1863 y 1998, más de 150 mil niños fueron secuestrados para recluirlos en esas instituciones donde se les prohibía hablar su idioma y donde, de acuerdo con los resultados presentados en 2015 por una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, sufrieron malnutrición, agresiones verbales, así como un abuso físico y sexual “desenfrenado” (en palabras del Parlamento canadiense) por parte de directores y maestros. La misma Comisión determinó que alrededor de 3 mil 200 infantes murieron por abuso y negligencia en los 139 centros que llegaron a existir, pero otras organizaciones cifran en 6 mil las muertes ocurridas en lo que el jefe de la Federación de Naciones Aborígenes Soberanas de Saskatchewan, Bobby Cameron, llamó “campos de concentración”.
El hecho de que los tres sitios donde se han hallado las inhumaciones clandestinas fueron administrados por la Iglesia católica ha reavivado la indignación por las sistemáticas vejaciones sexuales contra menores ocurridas en su seno y, hasta el momento, seis templos han sido incendiados en distintas localidades de mayoría indígena. Sin embargo, la rabia social no se agota en la Iglesia de Roma: hace un mes, un grupo de manifestantes derribó la estatua de Egerton Ryerson, uno de los creadores del sistema de internados, y ayer mismo la ciudad de Winnipeg vio caer efigies tanto de la reina Victoria –bajo cuyo reinado se crearon esos centros– como de Isabel II, actual monarca británica y jefa de Estado de Canadá.
La llaga del genocidio cultural está abierta no sólo porque el último de los centros de internamiento cerró hace apenas dos décadas, sino también porque los efectos del desarraigo, el robo de identidad, el desplazamiento forzoso y el adoctrinamiento violento afectan por igual a quienes los padecieron de manera directa y al conjunto de sus comunidades. Como han señalado de manera acertada los líderes de los pueblos indígenas, es en estas prácticas de violencia institucionalizada donde hay que buscar el origen de los graves problemas que laceran a sus pueblos.
Es sin duda positivo que el Estado canadiense reconozca la verdad en torno a esta política genocida y pida disculpas a sus víctimas, pero está igualmente claro que se necesita un enorme trabajo de reivindicación y reconciliación para sanar la herida infligida a los habitantes originarios de este país que presume su respeto a los derechos humanos y a la diversidad.