En la elección de hace tres años platiqué en estas páginas sobre el propósito personal de convertir mi sufragio en vía de expresión para los agravios, anhelos y sueños de la multitud a la que amo. En el sentido de mi voto habrían de congregarse rostros y voces conocidas e íntimas, caras de personas a las que no conozco o no conocí en persona y sin embargo admiro, pero también muchos, la mayoría, con los que no he tenido relación pero cuyas causas y luchas han sido mi norte en la vida (https://is.gd/17zW9e).
Dictaron el sentido de mi voto los familiares, consanguíneos o no; los asesinados por el régimen priísta clásico y por el régimen neoliberal que le sucedió, así como los que dedicaron su vida a luchar por un cambio nacional y a buscar alternativas democráticas y con sentido popular; las mujeres a las que amé y las que me amaron y los amigos de juventud; los jornaleros agrícolas; los alumnos de las escuelas normales rurales; las víctimas de la guerra calderonista; las comunidades en resistencia contra el saqueo y la depredación; las mujeres víctimas de las odiosas violencias del patriarcado; el magisterio democrático, los médicos sin trabajo, los enfermos sin hospital, los jóvenes sin universidad y las familias de clase media ahogadas en deudas; los difuntos a los que devoró la tierra y los aún no nacidos que nos sucederán.
A tres años de distancia encuentro que mi ínfima participación –uno entre 30 millones– en la insurrección popular pacífica del 1º de julio de 2018 fue una decisión acertada y que el gobierno que se instauró cinco meses después ha honrado la memoria de los muertos, ha mejorado sustancialmente las condiciones de los vivos y ha sentado bases trascendentes para el bienestar de quienes han de venir.
Si en el camino se cometió un error importante, éste fue el de subestimar la profundidad de la pudrición heredada por el neoliberalismo oligárquico y la solidez de la urdimbre de complicidades, impunidades e intereses enquistada en instituciones públicas y en organizaciones privadas. Atrincherados en esas miserias y disfuncionalidades, los intereses oligárquicos han obstaculizado y retrasado el ritmo de la transformación, aunque no han podido detenerla y mucho menos revertirla. Pero en 2018 no había manera de comprender en toda su dimensión fenómenos de descomposición que son como los icebergs, de las que sólo se ve la punta.
Lo cierto es que el combate a la corrupción y la evasión ha permitido recuperar y liberar recursos para mejorar la vida de adultos mayores, jóvenes, personas con discapacidad, comunidades campesinas y jornaleros, consumidores y usuarios de servicios. Se reivindica día a día la dignidad de la historia, desfigurada por una élite de ideólogos que intentaban acomodarla para justificar la atrocidad neoliberal. Se legisla para rescatar la soberanía nacional, rendida ante gobiernos y empresas extranjeras durante el ciclo Salinas-Peña, y para restablecer los derechos que el régimen oligárquico redujo a “oportunidades”.
Hasta aquí, mi examen de conciencia. Y unas palabras sobre lo que viene: convertida en oposición partidista, en griterío mediático, en esfuerzo de impunidad y en delincuencia organizada, la oligarquía corrupta derrotada hace tres años se encuentra reducida a la insignificancia moral e intelectual y si sigue por el rumbo que lleva es posible que en los próximos llamados a las urnas alcance también la irrelevancia electoral. Con motivo de las elecciones del pasado 6 de junio invirtió fortunas en difundir la imagen de un país hundido en el infierno, el caos y la inoperancia gubernamental, y aun así fue derrotada por la 4T en la mayoría de las plazas. Quedó claro que la percepción de la realidad que se vive en los barrios residenciales y en sectores de la clase media no tiene nada que ver con las transformaciones profundas que percibe la mayoría de la sociedad.
Así las cosas, el principal peligro para el proyecto transformador no reside en el manojo de siglas de la coalición opositora, sino en los propios partidarios del nuevo proyecto. Lo más difícil de erradicar no es la corrupción institucional o corporativa ni la impunidad atrincherada en tribunales, organismos autónomos y gobiernos estatales, sino el espíritu protagónico, el egoísmo, el sectarismo, el patrimonialismo, el autoritarismo y la sed de poder que anidan en nosotros, los transformadores, que crecimos y nos formamos en los tiempos de la opresión, la corrupción y el triunfo individual a toda costa, y que estamos inevitablemente impregnados de los antivalores que llevaron al país al desastre neoliberal. Para suprimir ese legado abominable es indispensable la formación ética y política, pero también la práctica regular del examen de conciencia.