Además del tono positivo que de manera entendible, pero también discutible, asumió discursivamente a la hora de revisar su estancia en el poder, el Presidente de la República extendió un certificado de legitimidad a la lucha de sus adversarios y se comprometió a sostener ante ellos una política de “respeto sin límites”, sin “represión ni censura”.
Dicha promesa de civilidad política se produjo justamente cuando sus opositores han apretado el paso, sobre todo en términos mediáticos, y desde diversos flancos, incluyendo el judicial, porque pretenden frenar las políticas de la llamada Cuarta Transformación (4T) e incluso acelerar, mediante el recurso constitucional de una consulta sobre revocación de mandato, la salida de la silla presidencial del tabasqueño que ayer cumplió tres años de haber ganado de manera apabullante las elecciones presidenciales.
El más reciente de estos puntos de litigio se refiere a la realización, en el marco de las conferencias mañaneras de prensa, de un enjuiciamiento del periodismo mentiroso, que ahora de manera más abierta se muestra adverso a Palacio Nacional. No debe perderse de vista que esos medios y sus figuras aspirantes a construir percepciones sociales y políticas han sido aliados entusiastas del sistema que fue rechazado en urnas de manera cuantiosa en 2018 y que hoy constituyen un instrumento de acción política de esos mismos intereses desplazados.
En su discurso en Palacio Nacional, ante miembros de su gabinete, el Presidente de la República reiteró, sin reconocerlo expresamente, su condición de combatiente político y electoral, a la defensiva y al ataque. Dedicó una parte de su alocución a explicar el triunfo que obtuvo en los pasados comicios y la viabilidad de su proyecto, en lo inmediato en cuanto a la garantizada aprobación del presupuesto de egresos para el año entrante, conforme a los lineamientos requeridos por Palacio Nacional.
Habrá de verse si la civilidad y los compromisos de tolerancia (“no aspiro a tener el monopolio de la verdad absoluta”) se traducen en una operación política cotidiana, que propicie una distensión política real.
Es probable que para ello debiera reducirse el grado de exposición controversial del presidente López Obrador (mañaneras más informativas y menos anecdóticas o declarativas, fortalecimiento real de los medios públicos y una política básica de comunicación social), la supresión de adjetivaciones y narrativas más propias de lo partidista que de lo republicano (Morena, como partido en el poder, debería ejercer el pugilismo político, para que el atril presidencial no tenga que subir al cuadrilátero) y la reconformación del gabinete presidencial, en lo general cargado de figuras endebles, poco participativas, por estar a la espera de los guiños superiores e inservibles, salvo contados casos, en cuanto al debate público y la defensa fundada del proyecto en el que participan.
Por cierto, Morena realizó ayer una celebración más efectista que sustancial de la llegada al poder de López Obrador. Un remedo de los actos que organizaba el PRI cuando estaba en el poder, con un dirigente, Mario Delgado, que trata de envolverse en la bandera de la cosecha aritmética, pero sin higienizar el tejido ético y doctrinario de ese partido tan tempranamente henchido de pragmatismo cegador y de complacencia autoasignada.
En esa reunión estuvieron los nuevos poderosos: legisladores electos y en funciones, gobernadores electos y en funciones, integrantes del gabinete presidencial y la jefa de Gobierno capitalino, Claudia Sheinbaum, que recibió el adelantado coro de “¡Presidenta, Presidenta!”, tan contrastante con las también explícitas críticas y demandas de renuncia al citado Mario Delgado que pretende hacerse pasar por campante ante el extendido juicio contrario a su gestión partidista nada dorada. ¡Hasta el próximo lunes!
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