Como bien se sabe, la pandemia de Covid-19 ha representado no sólo la peor crisis global de salud pública, sino uno de los mayores descalabros económicos del último siglo. Sin embargo, con la vacunación en marcha y a pesar de que en diversas regiones aún las cifras de contagios son elevadas y la aparición de variantes del virus alimentan la incertidumbre, desde el pasado abril numerosos medios han difundido noticias sobre indicios de una recuperación económica importante. Entre ellos, se ha hablado de un repunte del crecimiento económico de casi 5 por ciento; de un aumento de los ingresos por exportaciones en la balanza comercial; de una vigorosa reanudación de la actividad turística, y del aumento de la productividad de la industria.
Sin embargo, no todo han sido noticias alentadoras. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) recién presentó su Informe Regional de Desarrollo Humano 2021, que vuelve a llamar la atención sobre la grave desigualdad estructural en América Latina (AL) que la pandemia profundizó y que nos obliga a asumir una distancia crítica ante los indicadores macroeconómicos y a preguntarnos sobre su reflejo efectivo en las mayorías vulnerables de la zona y de este país.
El nuevo informe de PNUD coloca a México como segundo país de AL con mayor concentración de ingresos: el uno por ciento de la población posee 28 por ciento de la riqueza del país, y el 10 por ciento más rico posee 59 por ciento de la riqueza.
El PNUD señala que dos de cada 10 personas en AL y el Caribe aún tienen carencias alimentarias. Esto concuerda con el reciente informe del Observatorio de Salarios de la Universidad Iberoamericana Puebla que hace poco aseveraba que un salario mínimo, que en principio debería ser suficiente para satisfacer los niveles indispensables de dignidad de una familia, en los hechos alcanza sólo para cubrir la mitad de los costos alimentarios de un hogar promedio; de manera que se requieren en realidad dos salarios mínimos para satisfacer apenas el derecho a la alimentación de una familia.
En el informe del PNUD no sorprende que se destaque a la violencia como una de las grandes causas y consecuencias de la desigualdad. AL es la segunda zona más desigual del mundo y, al mismo tiempo, una de las más violentas. Y dentro de nuestros países, es en las zonas más marginadas de las ciudades donde aumentan la violencia y la presencia del crimen organizado. La falta de oportunidades y la ruptura de los tejidos sociales provoca un aumento de la violencia, y la exposición a ella quita oportunidades y profundiza la desintegración social, de manera que se convierte en un círculo vicioso. A su vez, son los sectores más vulnerables quienes están sobrerrepresentados entre las víctimas de la violencia. Señala el informe que todo crimen, salvo robos y plagios, afecta principalmente a los más desfavorecidos.
Si bien los indicadores macroeconómicos sugieren que hemos entrado en una fase de recuperación pospandémica, en realidad, para las grandes mayorías en AL no habrá mucho que festejar mientras el diseño estructural de la región no incluya estrategias para contrarrestar la histórica desigualdad que la pandemia agudizó. Por ello vale la pena mencionar brevemente los otros dos factores que, asociados a la violencia, contribuyen a reproducir y perpetuar la desigualdad, según el informe. El primero es la alta concentración de poder económico y político que detentan unas pocas empresas y familias, pauta hegemónica que evita una mayor distribución y movilidad en los ingresos. El segundo es la tibieza de las políticas fiscales, que son benévolas con las grandes empresas, de manera que los que más tienen son también quienes menos impuestos pagan. De lo cual se deriva una disminución del gasto social, a pesar de que es bien sabida la relación directamente proporcional entre el gasto social y la velocidad e impacto de la disminución de la desigualdad, de acuerdo al coeficiente de Gini.
Si bien durante la década de 2000 el aumento al gasto social de gobiernos latinoamericanos hizo bajar los índices de desigualdad, la década siguiente significó una reversión de esa tendencia. Decreció el gasto social y se desregularon más los mercados. Con base en dicha experiencia, es necesario instar a los gobiernos para que trabajen en el diseño de estrategias económicas integrales y políticas diferenciadas, de modo que las mayorías desfavorecidas participen efectiva y prioritariamente de los beneficios de la recuperación y el crecimiento económico que se ha anticipado en las semanas recientes.
Pero si no se hace así, podemos estar seguros de que la agudización de la desigualdad operará en detrimento de la consolidación democrática y fermentará el aumento de la violencia y la polarización en sociedades ya de por sí asimétricas y fragmentadas como la nuestra.