En los días que corren, en nuestra América −México incluido− hay muchas palabras devaluadas. Entre ellas, dictadura, militarización, libertad de expresión, censura. El uso de los conceptos no es para nada inocente. La memoria histórica sirve para desvirtuar las falsificaciones de la hora.
Al triunfo de la revolución cubana en 1959, los viejos militares gorilas al servicio de las oligarquías vernáculas fueron sustituidos por los gendarmes de la Doctrina de Seguridad Nacional made in USA. La Seguridad Nacional destruyó la política y la remplazó por un estado de guerra permanente, y de la mano de la tortura científica, las ejecuciones sumarias extrajudiciales, la desaparición forzada y el accionar de los escuadrones de la muerte, el terrorismo de Estado se enseñoreó en toda la región con la bendición de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Hace 48 años, un 27 de junio, Juan María Bordaberry dio un autogolpe de Estado en Uruguay. Pero el proceso de fascistización del Estado había comenzado antes. Desde 1968 y hasta el final de su mandato en 1972, su antecesor, Jorge Pacheco Areco, gobernó bajo “Medidas Prontas de Seguridad” (equivalente al estado de sitio previsto en la Constitución para situaciones extraordinarias). Con apoyo de la embajada de Estados Unidos en Montevideo, aplicó las “técnicas de persuasión colectiva” (como denunció el ex agente de la CIA Philip Agee, asignado a Uruguay en 1964, siguiendo los lineamientos de Mockingbird Operation, cada día se plantaban “dos o tres artículos de propaganda” en diarios derechistas como El País, La Mañana y El Día) para influir en las actitudes y emociones de toda la población, incluidas operaciones sicológicas diferenciadas para grupos opositores considerados “enemigos”.
En diciembre de 1967, a una semana de asumir la Presidencia, Pacheco clausuró el diario Época, fundado por Eduardo Galeano, y el semanario socialista El Sol. En 1968 militarizó los entes estatales y los bancos, prohibió toda información sobre paros y huelgas, y luego extendió esa prohibición a titulares, fotografías, noticias o comentarios relativos a “desórdenes, incidentes o intervención de la fuerza pública”. Después clausuró el diario Extra y, en julio de 1969, prohibió por decreto a la prensa oral, escrita o televisada todo tipo de mención que directa o indirectamente se refiriera a los llamados “grupos delictivos” (en alusión al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros), a lo que pronto se sumaron 12 palabras: “movimientos clandestinos”, “comandos”, “células”, “terroristas”, “delincuentes políticos”, “delincuentes ideológicos”, “extremistas”, “subversivos” y “tupamaros”. En cambio, otras pasaron a ser de uso común en los campos de concentración: capucha, plantón, picana, submarino, caballete. Como dijera Galeano, “el lenguaje que habla la máquina de exterminio”. Uruguay se convirtió en una cámara de tortura; uno de cada 50 uruguayos pasó por las prisiones del régimen. En proporción a su población, el número de presos igualó al de la Alemania nazi con Hitler.
En octubre de 1969 estableció la censura previa: todos los diarios, emisoras radiales y canales de Tv debían someter toda información sobre la situación económica y otros temas a los censores de la policía. Durante 1970 y hasta marzo de 1972 fueron clausurados de manera intermitente los periódicos De Frente, El Popular (órgano del Partido Comunista), BP Color (del Partido Demócrata Cristiano), Ya, La Idea, el semanario Marcha y la revista Para Todos. También fue prohibida la actividad de la agencia cubana Prensa Latina.
El 1º de marzo de 1972 Bordaberry asumió la Presidencia y un mes después suspendió las garantías constitucionales y declaró el “Estado de Guerra Interna”, inexistente en la Constitución, que fue seguida de la Ley de Seguridad del Estado, que estableció la detención “preventiva” y la incomunicación indefinida del detenido, sin acusación ni proceso, en violación del recurso de habeas corpus.
El 27 de junio de 1973, apoyado por el alto mando militar dio un golpe de Estado, clausuró el Parlamento, ilegalizó la Central Nacional de Trabajadores (CNT) y la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU), intervino la Universidad de la República y decretó el cierre total de El Popular, Crónica, Ahora, El Oriental, Compañero, Última Hora, Respuesta y La Idea. En febrero de 1974 fueron detenidos el director de Marcha, Carlos Quijano, y el escritor Juan Carlos Onetti. En mayo se clausuró la revista Víspera, vocera de la Iglesia católica, considerada “nido de marxistas”.
El sistema consideró subversiva a la realidad y a la historia, y creó una “nueva normalidad” coercitiva; militarizó el sistema educativo y suprimió en la Biblioteca Nacional las obras de Onetti, Mario Benedetti, García Lorca, Nicolás Guillén, Neruda, Antonio Machado, Miguel Hernández, Bertolt Brecht, Freud; allanó librerías y quemó o convirtió en pulpa de papel millares de obras; prohibió actuar a artistas como Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti, Aníbal Sampayo, Braulio López y José Guerra (Los Olimareños), Joan Manuel Serrat, Concepción China Zorrilla, Atahualpa del Cioppo. También prohibió la adaptación de textos clásicos como Fuenteovejuna, de Lope de Vega, y Antígona, de Sófocles. Vamos, hasta prohibió grabaciones de Carlos Gardel, fallecido en 1935, porque sus letras aludían a la lucha de clases y la huelga.
Los que discrepaban estaban condenados a la cárcel, la fosa o el exilio. El régimen invitaba a delatar. El paisito se convirtió en una república del silencio. Finalmente, Uruguay sería pacificado y por 13 años reinaría la paz de los cementerios.
¿Dictadura? ¿Militarización? ¿Libertad de expresión? ¿Censura? No hay conceptos inocentes y sí muchas falsificaciones. De allí, que, en el marco de la guerra de clase desatada por la plutocracia (Warren Buffett dixit), rescatar la memoria histórica resulte imprescindible.
A Toño Helguera, in memoriam