Pongan el año que quieran. Más que caballo, un puñado de nervios apenas si me dejó montarlo. Se aproximaba una tormenta. Las mulas y dos caballos cargaban los bultos y las bolsas del recado, cuando el guía apagó su foco y dijo: “vámonos”. La noche era un féretro cerrado. No podía ni verme las manos, no digamos el camino o la cabeza del caballo. Cogido a la rienda con languidez de ahogado, me dejé llevar, bestia montada en bestia abandonando a deshoras el poblado de Ka.
Enrumbamos a la montaña por brechas que hube de imaginar y dar por hecho. Pronto subíamos pendientes escarpadas. Invisible espesura de selva a los costados. A horas en que es inútil su verde trepamos el cerro por el medio, un hueco monstruoso entre dos barrancas, o al rodear una escarpada ladera de fango.
La mente podía pensar y dejar de hacerlo a un mismo tiempo. Daba igual llevar los ojos cerrados o abiertos. La rienda reposaba en el estribo entre mis manos de ciego. Don Bersaín al frente, de espíritu alegre, silbaba a ratos una ranchera del Piporro. A ratos más largos callaba. El ruido de la noche era ensordecedor. Al choque constante de las herraduras contra las piedras y los charcos, se imponía un croar de sapos y ranas locas y una muchedumbre inimaginable de grillos tejiendo un tapiz continuo sin forma ni límite, perforado cada tanto por cucús y alondras de ojos amarillados. Una lechuza de alas enormes se desprendió de una rama y se alejó de espaldas mientras ululaba.
Chasqueó Elías su látigo para arrear a la mula Juana, la más rejega. Mi caballo era alto y firme, ancho para mis piernas. Soltando los estribos en un ocio cargado de peligros, estiraba los brazos y balanceaba mis botas como en un columpio.
***
La vista agradece el negro profundo de noches así de espesas. Sin Luna ni estrellas, sin sombra, sombra toda ella. Ojos abiertos que no ven nada. Llega el tronido de las ramas quebradas por los cascos de las mulas y los asustadizos caballos. De pronto, un vacío mudo. La noche contiene la respiración. Un retumbo en sordina como crecida de río se adueña del aire. Mi caballo cuatralbo relincha largo, un agónico lamento al rasgar lo negro un relámpago tridente, una garra del Diablo en la distancia de la Sierra Cruz de Plata. Su luz heridora y penetrante revela que casi flotamos en un voladero sin fondo, la pata trasera del caballo acaba de resbalar en la orilla y se salva por un pedrusco que se desprende y nunca oímos caer abajo.
Titubea el caballo y se repone. Jalo la rienda para que no lo hipnotice la muerte allá abajo. Más ciego que yo por un instante, deslumbrado por el relámpago y el pánico, obedece y trota cuando nos alcanza el tronido tridente del rayo a unos segundos de distancia.
Monturas y jinetes levitamos por encima del miedo. Imagino distinguir el gris metálico del lodo y de la selva. Brevemente, palpitan unos focos a lo lejos, nuestro destino a dos laderas y una cañada de aquí. Comienza a caer con furia casi súbita una lluvia que parece achicar las naves del cielo a cubetadas. Dejan de oírse las chicharras y las ranas. Suena la tozudez del agua.
Pasan dos horas sin que don Bersaín diga palabra. Al fin se estabiliza la vereda en un llano de muñones de troncos quemados. Las monturas se apacientan. La lluvia cesa repentina, como llegó. Lodo y mundo. Próximos a nuestro destino hago un alto y me apeo sólo para sentir el suelo y recordar que no volaba. Remonto el caballo y reanudamos la marcha.
Otro mundo posible se sueña por aquí, en un suelo que no se asusta con estas tormentas. La selva nocturna nos espía en esplendor invisible: el jaguar, la lechuza, el tapacaminos, el tepezcuin-tle, la nauyaca. Se oye en coro un silbido de alondras y, en seguida, el himno alevoso del gallo que sabe que aún ahora que no se ven las manos frente a la cara, en una orilla del mundo ya se desencadenaron las manos de la aurora.