Defender la democracia de sus enemigos internos y externos es una tarea sin plazos ni condiciones. Atender, entender y evaluar, por ejemplo, a los gobiernos emanados de los procesos pluralistas, vigentes en México desde 1997, es asignatura obligada para entrar al oscuro sendero de las causalidades de tales embates antidemocráticos.
Les guste o no a los estudiosos y teóricos de esta forma de gobierno que queremos universal, los ciudadanos no nacen por artes mágicas, se entrenan y se estrenan como tales dando cuenta de los cumplimientos, o no, de las administraciones emanadas de la justa electoral.
Es en el gobierno donde se pone a prueba la eficacia del método y pueden descubrirse la o las rutas que la sociedad y el Estado tienen enfrente para responder a los reclamos o necesidades insatisfechas de los ciudadanos. De esas y otras insatisfacciones puede emerger el tan temido descontento en la democracia y derivar en uno más grave y corrosivo: el que se apodera de grandes grupos para con el régimen democrático. Así lo advirtió hace tiempo el PNUD, a principios del siglo, cuando celebrábamos el regreso o la implantación de las democracias que había que convertir en un nuevo orden, un orden democrático propiamente dicho.
No avanzamos parejo en las encomiendas; tampoco en la definición y el desarrollo de la institucionalidad requerida para darle densidad y durabilidad a la dichosa construcción de una normalidad nueva, democrática. Las atenciones se dirigieron a encarar el gran desafío heredado del periodo autoritario que resumíamos en el esquivo tema de la confianza; en realidad de la falta de confianza que aquejaba a prácticamente todos los actores del nuevo drama en que nos embarcábamos. Algunas de las pruebas iniciales las pasamos sin mayores sobresaltos, empezamos a tener elecciones ordenadas y con resultados aceptados por los contendientes y por buena parte de la ciudadanía. Lo que nunca imaginamos es que, echado a andar un régimen político pluralista e implantada la diversidad, de cierta manera regresáramos al principio, aunque, ahora, la desconfianza se dirija a desconfiar de los órganos que hemos estado construyendo para ir sembrando los cimientos de una confianza política entre todos nosotros: políticos, trabajadores, comerciantes, académicos…
Predomina el cuestionamiento presidencial de la honorabilidad de los altos funcionarios del INE sin que, hasta hoy, las invectivas que el gobierno y su partido lanzan hayan sido sustentadas rigurosamente. Así, la impunidad de los fiscales busca el deterioro mediático del INE para acomodar una injustificada reforma electoral.
Por canales inesperados parece querer implantarse una contrautopía; en lugar de fortalecer y mejorar nuestro orden democrático, ahora se ofrece un sistema de consultas que se presenta como lo avanzado de la democracia directa, cuyos resultados pretenden avalar decisiones de lo más variado: desde la cancelación de un aeropuerto hasta un juicio a los “actores políticos” por acciones en un pasado indefinido y vagamente definido.
Convocar a que la población decida si debe o no juzgarse a ex presidentes de la República, sin sustentar legalmente la acusación, es un abuso que no es admisible en el Presidente de la República. Por lo que a mi toca, acompaño a mi querido y respetado amigo José Woldenberg, en su decisión de no acudir a la absurda consulta. Sus razones son las mías.
Qué mal que estemos distraídos en estas cuestiones y que de la escena nacional hayan desaparecido los debates de mayor aliento, sobre las enormes carencias en salud y en educación que nos aquejan, sobre las responsabilidades no cumplidas del Estado en la protección de los derechos humanos. Se trata de deliberaciones indispensables para una recuperación racional de la esperanza, entendida como confianza en un futuro que hoy no aparece en nuestro horizonte.