Con apenas cinco o seis años de edad, R. le habló con toda su fe al Santo Niño de Atocha y le pidió su ayuda, pero para hacerle más fácil la concesión del milagro, le dio dos opciones en un asunto que lo atormentaba: “por favor, haz que me gusten las mujeres o hazme mujer”.
Ese ruego, que a final de cuentas no fue respondido, era producto del miedo y la presión que ese pequeño sentía ante el rechazo familiar y el acoso que sufren miles de jóvenes gays, bisexuales o transexuales, uno de los sectores más discriminados y vulnerables en México.
R. llegó hace unos días a Casa Frida, un albergue surgido hace poco más de un año, especializado en proteger a los jóvenes de la diversidad sexual que han sido expulsados de sus hogares debido a su orientación, o que han huído para evitar que las agresiones –muchas veces cometidas por sus familiares más cercanos– llegaran a un punto sin retorno.
El día en que este diario visitó el lugar, los y las usuarias de Casa Frida estaban en pleno trajín de limpieza. En el inmueble de dos pisos, ubicado en el oriente de la ciudad y muestra una bandera multicolor al frente, se veía una gran cantidad de muchachos que iban y venían con el afán de dejar presentable el sitio en el que muchos de ellos y ellas dicen haber encontrado una familia.
Tras haber cumplido su parte en la faena comunitaria, R. cuenta la historia de su largo periplo al huír de la violencia.
“Cuando salí del clóset, a los 15 años, hubo golpes, amenazas y condicionamientos. En ese momento lo que más quería era cumplir 18 años para poder irme de la casa con mi novio, pero él me terminó. Se lo conté primero a mi mamá y ella me respondió que preferiría haberme abortado que saber eso”, narra.
Vino entonces la época de los intentos de suicidio, de las acusaciones familiares de ser un pederasta en potencia, de que su madre lo enviara a una “terapia de reconversión”, en la que un grupo religioso trató de convencerlo de que su homosexualidad era cosa del demonio y que tenía “cura”.
Tras esa experiencia, y con lo que le quedaba de religiosidad en su alma, “le dije a Dios: ‘me quedo en tus manos, tú decide’. ¡Y zas!, decidió que no se me quitara; ahora ya sé a quién echarle la culpa”, cuenta entre risas.
“Todavía me siento como en el aire, pero tengo mucha esperanza de que puedo comenzar desde cero. Me gustaría acabar mi carrera, ejercerla, tener una familia y ser feliz. Sonrío porque sé que estoy vivo”, afirma.
Acompañamiento integral
Raúl Caporal, codirector de Casa Frida, mencionó en entrevista con este diario que ese refugio para personas LGBT acaba de cumplir un año hace unas semanas (surgió el 13 de mayo de 2020), como proyecto urgente para dar alojamiento, seguridad y acompañamiento a los adolescentes o jóvenes que huyeron de violencias extremas por su orientación sexual, circunstancias que se acentuaron debido al confinamiento obligado por la pandemia de Covid-19.
Con el apoyo de organizaciones civiles solidarias, agencias de cooperación internacional y algunas embajadas –como la de Países Bajos–, el albergue ha recibido a 135 usuarios al cabo de un año y actualmente puede dar cabida hasta a 22 personas de forma simultánea, quienes tienen un periodo de estadía promedio de entre uno y tres meses.
El modelo de acompañamiento integral, explica Caporal, está basado en brindar un espacio físico seguro para las personas refugiadas, con alimentación y atención a la salud física; otorgarles ayuda sicosocial a través de sicólogos, siquiatras y trabajadores sociales, y ayudarles a reconstruir su proyecto de vida una vez que salgan del albergue.
La versión completa de este texto se puede consultar en la página de La Jornada en línea