El otro día me visitó, por primera vez a esta casa, una escritora muy amiga mía, muy querida, muy admirada, que, si bien es cierto que se impresionó con la cantidad de diferentes tipos de carpetas de archivo que vio, en habitaciones y libreros específicos, la cantidad de cajas, el armario alto y ancho con repisas llenas de cuadernos, los fajos de hojas agrupados en revisteros, que cuando le comenté que conforman lo que yo llamo “mis papeles”, definió como “locura” que fueran papeles lo que ocupa tanto espacio, el esfuerzo y el trabajo implícitos en reunirlos, por más que éstos consistieran en lo que, para mí, es fundamental, el archivo personal de casi siete décadas de mi vida.
“¿Para qué guardas tanto papel?”, me preguntó; “Yo nunca he guardado ninguno. Es más, cada tanto solicito un servicio determinado que recoge en mi casa los papeles que hubiera acumulado hasta el momento, y los recicla”. Ante semejante acción quien se impresionó fui yo. Y más cuando confirmó que los papeles que periódicamente ella hace pulverizar, casi en su totalidad, igual que los míos, consisten en correspondencia y, en particular, en absolutamente todos los borradores y notas de cada uno de sus libros una vez publicados. No grité ni me arranqué el pelo ni apreté las mandíbulas ni los puños ni tampoco salí corriendo ante el tremendo zarandeo profundo que me causó la determinación, tan radical, de mi amiga. En lugar de desesperarme, pues a eso se encaminaba mi reacción, no sé cómo pero me controlé y, algunos minutos después de que mi amiga se había despedido, me senté a reflexionar.
Antes, es cierto, todavía durante la visita, traté de defender y justificar salvar del fuego por lo menos mis diarios, práctica (o “locura”) que llevo más de seis décadas de seguir, diariamente.
Este afán y este empeño míos en acumular y conservar absolutamente todo papel, tanto el que sale de mis manos como el que recibo, este afán y este empeño en no limitarme a acumularlos y conservarlos, sino, también, y también a un grado extremo, insistente, inflexible, persistente, implacable, en ordenarlos en clasificaciones precisas, ¿se tratará entonces de una “locura”? Es decir, para superarla o, sencillamente, librarme de ella, ¿la solución estaría en aceptar los datos del que recicla, el pulverizador que me ofrece mi amiga? ¿Este es el único camino para enderezar mi vida de “locura”? Y qué tal, me pregunto, si, después de todo, quien tiene razón en la necesidad de destruir un archivo personal, aun si se trata del de un escritor, es mi amiga escritora y no yo en conservarlo.
Hay detalles que, por no perder cara, no expuse a mi amiga. Por ejemplo, que no me baste con imprimir y acomodar en carpetas específicas mi correspondencia (con o de la familia, con o de amigos, con o de asuntos de trabajo), sino que, además, en ocasiones añada notas a mano, con pluma. Mientras duró la visita tampoco recordé, quizá por simple vergüenza de verme rechazada, que yo misma he sostenido en público que, dado que las chimeneas hoy día en México están prohibidas, me protejo al declarar que, si ninguna universidad quisiera mis papeles, estoy dispuesta a contratar los servicios de un crematorio con tal de destruirlos. Eso sí, estoy segura de que rescataría mis diarios, serían lo más difícil de arrojar al fuego, me arrojaría yo misma con ellos.
Me apena admitir que, desde 1970, o tal vez antes, he reunido en carpetas toda clase de sucesos de la realidad mundial que me han llamado la atención. Y me temo que, en cambio, este material sí interesaría y sería aceptado por alguna biblioteca.
Por otro lado, mi amiga me recomendó una biblioteca universitaria del país que, gustosa y altamente capacitada, aceptaría y sabría valorar y conservar mi biblioteca, recomendación que no descarto, pues precolocarla (contratarla ahora y que mi familia la entregue tras mi muerte), está estipulado en la preparación para morir en la que llevo unos años enfrascada.