Hace más de un año, cuando la pandemia del Covid-19 empezó a propagarse, todo era un schock: no se sabía qué esperar, ni cómo ni cuándo esperarlo. En nuestras mentes el virus –el “bicho” como se suele llamarlo– podía estar por doquier, como un ser omnisciente: en una superficie metálica, en un apretón de manos, en la tela de una bufanda. Como los topos que presagian la tormenta, cada quien se metió en su cueva. Se sabía poco de los mecanismos de contagio y no existían vacunas. Los médicos apenas se estaban haciendo de la pericia para actuar con eficacia.
El mundo se detuvo repentinamente. Las ciudades se asemejaban a las imágenes de la película Soy Leyenda, páramos abandonados con animales ferales como sus únicos habitantes. Se desvaneció el tráfico, se esfumó la contaminación, se evaporó la gente. Sobre todo, se detuvo la economía: la aviación, el turismo, el consumo de masas. Comenzaría la peor depresión mundial desde 1929. Y creo que así será recordada, más que como el año de la pandemia.
La paradoja es que a un año y tres meses después, las cifras de contagios y defunciones no son tan distantes en la actualidad (el rebrote más dramático ocurrió en el invierno 2020-2021) y, sin embargo, la escena es completamente distinta. Aun cuando en la mayor parte del mundo occidental, y ahora en África y el Cercano Oriente, nadie sabe si habrá o no una nueva ola, los gobiernos en general –salvo contadas excepciones– batallan por convencer a la gente de que es hora de recomenzar la vida.
Cierto, existen las vacunas, hay una cultura del no contagio (el cubrebocas se ha vuelto una prenda de vestir, salir sin él es como andar sin pantalones) y ha crecido el índice de inmunidad social, pero las cifras de inoculados son ínfimas y la de los contagiados crece exponencialmente (no hay que olvidar que se trata de una pandemia global).
Aún no existen hipótesis sobre esta paradoja, pero hay una que se antoja casi evidente: la pandemia se entrecruzó con la peor depresión económica desde 1929. Se trata de dos fenómenos independientes. De lo contrario, no podríamos explicarnos la fiebre gubernamental por volver a los semáforos epidemiológicos verdes. Nada más absurdo que repetir el mantra preferido por la opinión oficial actual de que la pandemia causó la crisis económica. Las fuerzas centrales en el timón de esta pandemia (la banca mundial, los capitales globales) capitalizaron la condición pandémica para sortear la depresión con la menor cantidad de estragos políticos.
Sin pandemia, con la gente en la calle, el paro y el desempleo habrían desatado convulsiones sociales de proporciones inimaginables, tal y como está sucediendo –incluso con incremento de contagios– ya en distintas partes del mundo, sobre todo en América Latina. Sería absurdo negar el hecho de la pandemia, pero es preciso notar que hay una pandemia mediática y otra biológica. Las dos constituyen la realidad de la condición pandémica. Hoy que se avizoran posibilidades de salir de la depresión, los semáforos empiezan a echar la suerte con sus colores. No hay nada más metafísico en los tiempos que corren que el semáforo pandémico. Un cúmulo de expectativas y acechanzas que miden en realidad el estado de la economía y no el de la salud.
La pandemia mediática terminará cuando se encuentren salidas a la depresión social y económica. Para el capitalismo, la muerte ideal reside cuando logra evitar su responsabilidad en ella. Hoy ha encontrado la nuda vida pandémica como salida. Pero no por mucho tiempo.
Como en 1920, después de la gripe española, la década de los 20 del siglo XXI se verán envueltos en el furor del destape y el rencuentro y la multiplicación de las convulsiones sociales. Un hecho por notar es que México es de los pocos países en América Latina cuyo gobierno no enfrenta el radical cuestionamiento de su sociedad a través de movilizaciones y enfrentamientos sociales. Es la principal carta de Morena para lograr lo que todos los gobiernos anhelan: las buenas calificaciones de la banca mundial.
La razón no es sencilla de explicar, aunque hay algunos indicios. La administración de Morena emprendió programas de sobrevivencia social (hasta ahí llega la “política social” de este gobierno) mucho antes de la pandemia. El mercado estadunidense ha empezado a absorber masivamente fuerza de trabajo mexicana con el respectivo aumento de remesas. La nueva política de emigración que impide a migrantes de otros países ingresar en territorio nacional, tiene la exclusiva finalidad de reservar a los trabajadores mexicanos ese mercado. Ningún otro país en América Latina cuenta con esta opción. Y la hábil absorción por Morena de los antiguos aparatos de inmovilización social ya es –después de las elecciones intermedias pasadas– evidente. En realidad, las élites empresariales deberían condecorar su gobierno, y de facto ya lo han empezado a hacer. No es casual que la primera visita que hizo el Presidente después de conocer los resultados electorales fuera a las cámaras empresariales. (Por cierto, nunca se ha reunido con ningún representante del nuevo y efervescente movimiento de reanimación independiente en el movimiento sindical). Finalmente, dime con quién te juntas...