Más allá de las cuestiones políticas de la hora –manifiestas en los ecos de los choques retóricos entre el presidente Joe Biden y su colega ruso, Vladimir Putin, y en la dura insistencia de aquél en reconstruir y reforzar el cerco de contención de China, vista como el mayor rival estratégico–, la pandemia resultó el asunto dominante en la cumbre del Grupo de los Siete en la localidad inglesa de Bahía de Carbis, Cornualles, del 18 al 20 de junio. Se trató de la primera reunión presencial en tiempos de pandemia de los líderes de las llamadas grandes democracias industriales y con ella se intentó significar que se daba vuelta a la página traumática que ha significado. Fue pronto evidente, y así se constató en buen número de comentarios y análisis, que aquellos que podían reclamar avances significativos en el control de la pandemia no eran muchos más de los siete allí reunidos y que, aun para ellos, los claroscuros resultaban el principal elemento del balance.
Desde su primer párrafo sustantivo, el comunicado de Bahía de Carbis plantea la necesidad de terminar con la pandemia y configurar el “mejor futuro” que vendrá tras ella. Se seguirá acudiendo a un instrumento central: “vacunar al mundo, aplicando tantas vacunas seguras a cuantos sea posible y tan pronto como se pueda”. Se reitera que la pandemia “no podrá considerarse controlada en parte alguna hasta que se halle bajo control en todas”. Se proclama también “el objetivo colectivo de dar fin a la pandemia en 2022”. Así expresado, parecerían no existir obstáculos para un tránsito fluido de la fabricación de billones de dosis a la inoculación de miles de millones de personas en un lapso acotado al presente y próximo año. Para ello sería preciso vacunar “cuando menos a 60 por ciento de la población mundial”, unos 4 mil 500 millones. Si algo muestra la experiencia es que la elaboración de vacunas que aprueben las autoridades sanitarias multilaterales o nacionales dista de estar libre de dificultades, imprevistos y errores; que hasta ahora el ritmo de fabricación parece claramente insuficiente para satisfacer la demanda, y que la distribución, regida por criterios comerciales, ha provocado fenómenos agudos de concentración en pocos países y carencias casi generalizadas en muchos otros.
El G-7, como se advierte en la amplia sección dedicada a “salud” de su comunicado, reconoce no sin reticencias algunas de estas cuestiones y ofrece respuestas parciales para algunas de ellas. “[R]econocemos que hay un largo camino por andar para alcanzar un acceso global equitativo a los insumos médicos y para manejar los riesgos provenientes de las nuevas variantes del Covid-19, que encierran la amenaza de anular los progresos logrados.” Se ofrecen diversos apoyos a escala nacional, no coordinados, para ampliar el esfuerzo mundial de vacunación: “A través del financiamiento para compartir dosis, conocimientos, asegurar accesibilidad a través de exportaciones, apertura de cadenas de suministro y ayuda para llegar a los usuarios finales”. Se habla de extender licencias voluntarias de fabricación y de “participar en forma constructiva en discusiones en el seno de la OMC sobre el papel de la propiedad intelectual”. En ningún momento se ofrece renunciar, así sea en forma temporal, a las patentes, como lo ha sugerido, entre otras voces autorizadas, el Panel Independiente de Preparación y Respuesta ante las Pandemias (véase mi artículo del pasado 10 de junio).
No se ofrece una visión clara ni de los recursos financieros ni del número de dosis de vacunas que los siete están comprometidos a aportar. Considérense los siguientes fragmentos de la declaración: “Desde el inicio de la pandemia, hemos comprometido 8 mil 600 millones de dólares para financiar el suministro de vacunas […] lo que equivale a proporcionar más de mil millones de dosis […] En conjunto, reunidos los aportes financieros y las entregas directas, los compromisos del G-7 desde el inicio de la pandemia han proporcionado un total superior a 2 mil millones de dosis de vacunas [al tiempo que] nuestro compromiso colectivo [total] excede de 10 mil millones de dólares”. Se trata de montos sin duda importantes, pero aún claramente insuficientes ante la magnitud de las necesidades mundiales.
Quizá la mayor contribución de los líderes del G-7 y sus asesores científicos y de salud pública se encuentre en la visión que presentan del mundo pospandemia, un mundo en que las acciones de prevención y respuesta rápida, no comercializada y no discriminatoria, a las emergencias sanitarias del futuro configuran un nuevo orden mundial en la materia.