El veredicto de la abrumadora mayoría de los países que integran Naciones Unidas en favor del levantamiento del bloqueo a Cuba, emitido el miércoles contra el gobierno de Estados Unidos, es más que una victoria diplomática de la isla que llega puntualmente cada año desde 1992, salvo en 2020, cuando la resolución del gobierno de La Habana no se presentó por el auge de la pandemia. Constituye un recordatorio de la larga espera del pueblo cubano por un acto de justicia que revierta la preocupante situación donde se mezclan el abuso de autoridad, el empleo desproporcionado de la violencia y la intención muy específica de “destruir, totalmente o en parte, un grupo nacional, étnico o racial, en su totalidad”, que es lo que describe como genocidio la Convención de 1948.
Sólo muy pocos casos de matanzas masivas son considerados genocidio de manera inequívoca por la comunidad internacional. Pero no hay otra manera de llamar a este horror de más de 60 años que ha obligado a varias generaciones de cubanos a enfrentar su vida cotidiana bajo una espesa niebla y a ahondar en las nada sobrenaturales formas de monstruosidad que es capaz de desarrollar una élite poderosa, contra millones de personas por el delito de existir. Si no es genocidio que en medio de una pandemia se le niegue a un pueblo medicinas y alimentos, acceso a la mayoría de los servicios de Internet, a las finanzas y al comercio entre iguales, habrá que inventar como Raphael Lemkin una palabra para llamar a un crimen sin nombre.
Es difícil de contabilizar en Cuba cuántos han muerto porque no tenían la medicina que necesitaban o porque no les llegó a tiempo. El informe presentado por el canciller cubano, Bruno Rodríguez, que corresponde sólo a los daños del bloqueo de 2020, tiene 60 páginas sin un solo adjetivo: es la enumeración de hechos, gastos excesivos, cosas que no llegaron porque tenían algún componente estadunidense –desde un avión hasta un respirador destinado a una sala de terapia intensiva–, nombres de empresas que se han negado a suministrarle al país tecnologías, materias primas, reactivos, medios de diagnóstico, medicamentos, dispositivos, equipos y piezas de repuesto necesarios en el sistema de salud pública. Y todo eso en medio de una pandemia mundial.
Me dijo un amigo que si hay una imagen que impactó en Cuba es la de George Floyd asfixiándose en el suelo mientras el policía no levantaba la rodilla de su cuello, a pesar de los gritos de la víctima diciendo que no podía respirar. El video dio la vuelta al mundo y desencadenó la mayor protesta antirracista en Estados Unidos desde los tiempos de la lucha por los derechos civiles en los años sesenta.
Conocemos esa sensación de impotencia de muchos estadunidenses ante lo que consideran, con razón, una sistemática actuación abusiva del poder. En el caso de los ocho minutos y 46 segundos de agonía de Floyd, ha sido clave la existencia de un video que grabó toda la escena, pero la pregunta que sigue en el aire, incluso después de la condena al policía asesino, es cuántas personas han muerto o han sufrido en silencio simplemente porque no hay cámara cuando el sistema no las deja respirar.
Sabemos que la rodilla que asfixia está siempre ahí, invisible, sobre el cuello de alguien. Pasa con el bloqueo, esa palabreja que puede parecer para algunos una abstracción, pero no para el que se encuentra en una sala de terapia intensiva en Cuba, tiene a un hijo enfermo o se ha pasado seis horas en una cola para comprar un alimento que antes de las 242 sanciones adicionales de Donald Trump y antes de la pinche pandemia, podía alcanzar con menos esfuerzo.
Rodney Hunter, representante de Joe Biden en la ONU, llevó el cinismo hasta el extremo de sostener que el bloqueo favorece y empodera al pueblo cubano y que las sanciones son una forma legítima de lograr objetivos de política exterior. De milagro no añadió que el bloqueo es un pretexto del gobierno cubano, como repiten como loros otros empleados de Washington. Es como si el policía que mató a George Floyd dijera que su rodilla en el cuello ajeno era un pretexto de la víctima para asfixiarse.
Por tanto, resultan más que justificadas las escenas de alegría en Cuba cuando en la sede la ONU en Nueva York el mundo dijo no, por enésima vez, al bloqueo de Estados Unidos. El número apabullante de 184 países en favor de la resolución cubana –con sólo dos en contra (Estados Unidos e Israel) y tres abstenciones (Colombia, Brasil y Ucrania)– coincidió con otra noticia, quizás más esperanzadora: científicos cubanos han logrado llevar a término las dos primeras vacunas latinoamericanas. Una de ellas, Abdala, tiene una tasa de eficacia de 92.28 por ciento. Es la felicidad en casa del pobre, que a veces sí da para más.