La Asamblea General de la ONU condenó ayer, por vigésima novena ocasión, el embargo estadunidense impuesto a Cuba hace 59 años. Como ocurre cada año desde 1992 (con la única salvedad de 2020, cuando la pandemia obligó a posponer la votación), la resolución fue aprobada por una abrumadora mayoría de los estados que integran el organismo multilateral: 184 votos a favor, dos en contra –los de Estados Unidos e Israel–, y tres abstenciones –las de Ucrania, Emiratos Árabes Unidos y Colombia–. En su turno, el representante de México ante la Asamblea General, Juan Ramón de la Fuente, demandó poner fin al bloqueo y enfatizó que “toda medida unilateral de carácter económico o financiero, concebida como un medio de presión política para lograr cambios desde el exterior en las decisiones de otro Estado, contraviene los principios de la carta de Naciones Unidas y atenta contra la paz y la estabilidad internacionales”.
En sus casi seis décadas en vigor, lo que el propio Washington denomina “uno de los conjuntos más completos de sanciones impuesto a cualquier nación” no ha logrado su propósito manifiesto de doblegar a la revolución cubana mediante el hambre, pero sí ha causado un dolor incalculable a los millones de habitantes de la isla que han vivido bajo el asfixiante cerco impuesto el 3 de febrero de 1962 por el entonces presidente estadunidense John F. Kennedy.
Si en condiciones normales el bloqueo supone pérdidas de miles de millones de dólares a la economía de La Habana y dificultades sin cuento a la población, la pandemia de Covid-19 ha obligado al mundo a voltear hacia sus aspectos más inhumanos. La aplicación extraterritorial de las leyes estadunidenses, medida ilegal que constituye el núcleo de éste y los demás programas de sanciones emprendidos por Washington, ha impedido o incrementado los costos para el gobierno cubano de adquirir todo tipo de insumos indispensables para la lucha contra el coronavirus, desde algo tan elemental como los cubrebocas, hasta equipo médico y ventiladores para la atención de pacientes en terapia intensiva. Como se dio cuenta en este espacio, el bloqueo también es responsable de obstaculizar los esfuerzos de las autoridades para producir y aplicar las vacunas desarrolladas por el sector biomédico cubano.
Si a los estragos del pasado año y medio se suman los casos documentados a lo largo de décadas, en que pacientes de todo tipo de enfermedades no pudieron acceder a los tratamientos que requerían debido a las restricciones estadunidenses, es evidente que se trata de una política homicida e hipócrita, pues usa la supuesta defensa de los derechos humanos para privar al pueblo cubano de insumos vitales. El presidente Joe Biden ha expresado su voluntad de restaurar el “liderazgo moral” perdido por Estados Unidos durante el cuatrienio de Donald Trump, y por ello ha sido decepcionante que no sólo no tome acciones para paliar los devastadores efectos del bloqueo en tiempos de pandemia, sino que mantenga las medidas de endurecimiento dictadas por el magnate. Asimismo, resulta sintomático de la deriva autoritaria del gobierno colombiano que por segunda vez Bogotá se abstenga en un voto que es y ha sido manifestación de la unidad latinoamericana ante un acto inadmisible de injerencismo.
No queda sino reiterar la condena a esta política imperialista, y hacerse eco de la postura mexicana en el sentido de que “no es posible solucionar problemas de índole global o emprender grandes transformaciones regionales sin un concurso internacional que parta del principio irrestricto de la libre determinación de los pueblos”.