Al asentarse en el cuerpo social los números e interpretaciones de las pasadas elecciones, surgen ahora los contornos de sus derivadas legitimidades. Uno de tales borradores se refiere a los diversos partidos políticos. Algunas de estas entidades son las que acarrean faltantes de ese atributo, crucial para su buen desempeño. El primero en sentir tan necesaria ausencia en su perfil sería el PRI, por su manifiesta declinación que parece indetenible. En esta agrupación, otrora capaz de vocear respaldos de 20 millones de votos, los recambios en su liderazgo llevan el sello de la decadencia. Trasmutaron su dirigencia en una gerontocracia inamovible durante décadas. Después pasaron a otra que hereda similares rituales, incapacidades y vicios. Todo apunta a un declive que no podrá ser detenido, como lo mostraron sucesivas elecciones. Del PRD poco hay que añadir además del crujiente injerto de su mando, imposibilitado para reconocer sus miserias. Este par de partidos, ahora socios, no sólo electorales, sino presumiblemente legislativos, sólo tiene la vida vegetativa como horizonte. Carecen casi por completo de la necesaria legitimidad para intentar una reconstrucción en el presente y, menos aún, futura.
Del PAN habrá adicionales sugerencias y perspectivas. Finalmente resistió, a duras penas, en sus recoletos y mustios bastiones tradicionales. Sale, de todas maneras, con su legitimidad descarapelada por las pérdidas sufridas. No obstante, sus gerentes circulan por ahí echando voces de triunfo por delante. Tal y como un vencedor inigualable: vocean haber detenido las ambiciones de los morenos. Severas críticas desde su interior le señalan escenarios distintos y dañinos para continuar con el frágil optimismo difusivo. Juntos, estos tres adalides del retorno al estatus anterior a 2018 de todas sus penas, se proponen, como su meta ineludible, parar al gobierno e impedir que continúe con sus transformaciones. Y con esa “constructiva” visión se han plantado de cara a la nación.
Pero el grave asunto de las legitimidades no se agota en las vicisitudes de los partidos y sus aciagos destinos. Mucho hay adicional. Ya va siendo hora de que se espulguen, con sinceridad, los dañinos impactos de la pandemia, todavía en curso. Es impostergable mostrar los serios efectos entre la población. Todavía más si se enumeran y analizan sus golpes en la vida colectiva: en bienestar y pobreza. La actual y frágil recuperación económica es, sin duda, una tarea por delante para lograr cimentarla y continuarla por los años venideros. La estructura productiva sale sumamente dañada, incapaz de soportar y proseguir con el reto de las sanaciones y progreso. Requiere de fortificar sus sostenes y consecuencias en el empleo y, sobre todo, en la equidad distributiva. Tales peticiones se tornan en asuntos por demás ramificados. En un acercamiento inicial se asoman, preocupantes, las debilidades de la hacienda pública, ya muy presionada por el gasto masivo requerido durante el enfrentamiento contra el virus. Continuar con la consolidación del aparato de salud, antes tan precario, es consigna inevitable. En este campo se radican abundantes porciones de la legitimidad pública.
Aceptar que la relación entre trabajadores del bienestar y la suma del producto generado es, todavía, defectuoso. Hay una proporción saludable entre el número de trabajadores en este sector con el PIB que se queda bastante lejos de ser adecuado. Para que tal asociación sea virtuosa debe sustentarse en su adecuado financiamiento. Los recursos públicos disponibles para los trabajos venideros quedan como condicionante para sostener las transformaciones que se tienen como horizonte. Reversar el efecto pandémico en la desigualdad no debe dilatar. En México, el reparto del valor generado entre trabajadores y dueños es por completo injusto. El otro lado de la medalla con lo que ocurre en otras economías con sociedades más igualitarias. Tanto en los países de la OCDE como, individualmente, en sus integrantes, el reparto va 18 por ciento a los accionistas y 71 por ciento a los trabajadores, hasta distribuir este valor 30 por ciento a los accionistas y el resto 70 por ciento a los trabajadores. En cambio, México destina los ingresos obtenidos exactamente al revés: 66 por ciento a los accionistas y sólo 33 por ciento a los empleados. Perseverar en esa insana distribución no hace más que ahondar las desigualdades y obstaculizar el desarrollo. Se imponen, por tanto, medidas correctivas urgentes. Adecuados salarios, siempre delante de la inflación, son parte de la salida. La otra vía se radica en la estructura fiscal que en México sigue premiando a la riqueza y castigando a la venta de trabajo. En este duro asunto del reparto justo yace el bulto de legitimidades por obtener.