En el marco de los 500 años de la Conquista y buscando nuevas miradas para comprender el proceso, resulta importante preguntarnos: ¿era inevitable de Conquista? Este artículo lo dedico al sensible fallecimiento del querido doctor Druzo Maldonado Jiménez, experto en el Morelos prehispánico e investigador de tiempo completo de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, a quien yo y diversas generaciones le debemos mucho. ¡Te recordaremos con cariño y respeto!
Desmitificar la inevitabilidad de la expansión de Occidente y la invencibilidad de su maquinaria de guerra ya cuenta con varias aportaciones. Matthew Restall en 2004 propuso los “siete mitos de la conquista”, donde destaca elementos económicos, sociales, culturales y políticos para entender que la historia está llena de atisbos de literatura caballeresca, milagros providencialistas, omisiones y hasta manipulaciones para quedar “bien” con el rey, proteger ante el derecho indiano y reivindicar en la moral cristiana a sus protagonistas. Michel Oudijk y Laura E. Matthew, en su libro Indios conquistadores: indígenas aliados en la Conquista de Mesoamérica, destacan el papel crucial de los nativos como guerreros, cargadores, espías, mensajeros y traductores, entre otros roles decisivos para el desenlace del proceso.
Por su parte, Enrique Semo en La Conquista, catástrofe de los pueblos originarios, destaca la falsa idea de la “completitud de la conquista”, que contrapone a una conquista inacabada en muchas regiones como el septentrión novohispano o las regiones selváticas en Centroamérica. Otros investigadores, como Federico Navarrete o Guilhem Olivier, han destacado la fuerza y pujanza de los indígenas aliados que en cantidad superaban ampliamente a los europeos, o el carácter guerrero y beligerante de los mexicas, difícil de ser tomados por sorpresa como en la famosa matanza del Templo Mayor.
Resulta preciso superar la “visión de los vencidos” y entender que armadas tan limitadas como las expediciones españolas, portuguesas o inglesas jamás habrían podido derrotar a los estados indígenas hegemónicos sin la alianza con sus enemigos. En términos formales ni siquiera se debe seguir hablando de una “conquista española”, ya que España nunca midió sus armas contra los imperios y estados indígenas. Fueron expediciones militares sufragadas por particulares las que se adentraron en el continente y aprovecharon las disensiones y enemistades en la geografía política indígena, así como los efectos de la defunción masiva para alcanzar finalmente en la cima del poder político y económico. Allende esto, en todas las latitudes los indígenas aprendieron a contrarrestar las ventajas técnicas de las estrategias ofensivas europeas, por ejemplo haciendo hoyos en los campos de batalla para que los caballos se quebrasen las patas, o lazándoselas con voleas.
No estaban indefensos ante las armas europeas, ni derrotados sicológicamente, y los cambios culturales y políticos registrados durante las décadas posteriores a la “Conquista” son adaptaciones, resignificaciones y las naturales transformaciones que se dan cuando las culturas entran en contacto, como lo ocurrido en las cosmovisiones. Las lenguas indígenas tampoco llegaron a su fin, al contrario, muchas como el náhuatl, el maya, el quiché o el quechua, se vieron estimuladas con la aparición de nuevos sistemas escriturales desde los que se elaboraron algunos de los primeros diccionarios bilingües o calepinos, y les permitieron llegar hasta Europa a través de historias, anales y genealogías.
La posibilidad de ocupación occidental de tierras americanas se debe fundamentalmente a la defunción masiva de sus habitantes causada por las epidemias y que despoblaron regiones completas desde las primeras décadas del contacto. Y aun así, con todo y crisis, enfermedades e inestabilidad regional por la coyuntura, muchas regiones resistieron exitosamente el avance de Occidente y sus aliados indígenas, como Lempira, en Honduras; Guaicaipuro, en Venezuela; Pelantaro y Caupólican, en Chile; los chichimecas, en el semidesierto mexicano, o el emblemático Guarocuya (Enriquillo) de Haití.
Finalmente hay que destacar que estos ejemplos distan mucho de dar cuenta de la complejidad que tomó la resistencia indígena ante la invasión occidental del continente, pero un hecho innegable es que, para finales del periodo colonial, en que ya estaba repartido cada palmo de tierra entre las potencias europeas, la mayor parte de ésta continuaba en manos de sus pobladores originarios como comunidades aún no evangelizadas por lo dilatado de sus tierras, indios de guerra que nunca pudieron ser sometidos, o bajo la figura de la autónoma república de indios. Su destrucción vendrá con la aparición de los estados nacionales modernos y sus modelos de desarrollo.