Uno de los principales factores a considerar durante la próxima década será, sin duda, la política económica que desarrollarán las principales potencias del mundo. Europa y Estados Unidos, principalmente, parecen suscribir una postura que empuja a incrementar el gasto fiscal y dar por terminado el dominio de las políticas fiscales restrictivas.
El argumento que subyace a esta propuesta considera que, si bien el control del gasto ha sido medianamente exitoso en reducir la deuda como porcentaje del PIB en países como Alemania, además de mantener la inflación controlada, no ha sido suficiente para generar el crecimiento económico que se requiere, especialmente en tiempos difíciles para la economía.
La reunión del G-7 llevada a cabo la semana pasada lo confirma: los líderes globales quieren recomponer el camino, las medidas adoptadas tras la crisis financiera de 2008 no rindieron los frutos esperados. Pero no sólo eso, además, los países más poderosos del mundo buscan implementar un impuesto global dirigido a las empresas multinacionales. Este permitiría, al menos parcialmente, financiar la expansión del gasto público.
El hecho es que la pandemia de Covid-19 ha servido como catalizador para revivir las discusiones sobre la necesidad de realizar cambios de alcance global en materia fiscal, reconfiguración del gasto o redistribución de la riqueza. México no es ajeno ni puede abstraerse de dicho debate.
Las demandas sociales nos hacen pensar que las políticas fiscales laxas se mantendrán o al menos habrá una recomposición del gasto para atenderlas. No obstante, como lo señaló Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, “en países donde la deuda pública es alta, los gobiernos deben aplicar políticas prudentes y cumplir con los objetivos de equilibrio estructural.”
La advertencia es clara: incrementar el gasto no significa renunciar a la prudencia, cada país debe hacerlo en la medida de sus posibilidades y estar preparado para regresar a la “normalidad”.
En el caso específico de México, la deuda como porcentaje del PIB alcanza alrededor de 52 por ciento. El coeficiente no es particularmente alto si se le compara con otros países y su reciente incremento responde en gran parte a una caída del PIB derivada de la pandemia.
Es de sobra conocido que, a pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, el gobierno necesita ampliar su recaudación fiscal. De acuerdo con la OCDE, en México los ingresos tributarios totales equivalen a 16 por ciento del PIB, mientras el promedio en los países de América Latina y el Caribe es de 22.9 por ciento y en los países miembros de la OCDE de 33.8 por ciento.
Quizá convendría interpretar los relevos en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y el Banco de México a la luz de este fenómeno global, no sólo como un tema doméstico, con el objetivo de pensar en la construcción de un acuerdo político que permita a las distintas fuerzas entablar una discusión responsable sobre maneras en las que es posible alcanzar un nuevo paradigma fiscal. Ya sea mediante una reforma fiscal, un incremento sustancial en la recaudación o, simplemente, implementando mecanismos más eficientes para la redistribución de los recursos.
Terminado el reciente proceso electoral, es legítimo que los diferentes grupos parlamentarios y el Ejecutivo propongan la agenda legislativa que desean llevar a cabo, de hecho en días pasados el Presidente lo adelantó y, en ese sentido, sería muy sano para una discusión democrática que el bloque opositor planteara un tema tan relevante como la política fiscal que se requiere con los retos presentes y futuros, sentarse a la mesa en la pluralidad que los votantes marcaron en las elecciones del 6 de junio, con la responsabilidad de los temas que le sirven al país.
Esta discusión, sin embargo, debería considerar que para las potencias –así lo han expresado Joe Biden y Boris Johnson– la reconfiguración del gasto debe estar ligada con la adopción de políticas medioambientales, laborales y de género que contribuyan a disminuir la desigualdad y potenciar el crecimiento.
En pocas palabras, no sólo hablamos de mayor gasto fiscal, sino de una reconfiguración profunda de industrias, relaciones laborales y sociales. Tanto el capítulo laboral y ambiental del T-MEC, como la insistencia de Kamala Harris en abordar estos temas durante su visita son una ventana al futuro próximo, deben ser atendidos con la mayor seriedad y como parte de un movimiento global.
Algunos analistas ya lo han señalado, el cambio de paradigma que representa el incremento del gasto fiscal a nivel global puede producir presiones inflacionarias que disminuyan el ingreso real de sectores vulnerables. La eficacia de las políticas de redistribución y la inversión estratégica determinarán si los beneficios exceden sus efectos negativos. Hoy estamos ante la oportunidad de insertarnos en el futuro o dejarlo ir.