“Convertirme en camello. Casi enseguida, acordamos que esa era la mejor solución”. Así empezó Malcolm Little a vender mariguana, navegar entre policías anti-narcóticos en Harlem y músicos usuarios, cuando se dio cuenta que “moriría de hambre antes de conseguir una mujer”. Muchos años después, convertido en Malcolm X y en leyenda, es asesinado en 1965. Pero se crea el Partido.
Las Panteras Negras se convierten en uno de los miedos más profundos del gobierno de Estados Unidos que activan una guerra sucia interna. Pero igual perdemos, son el laboratorio contrainsurgente de las agencias de inteligencia y fuerzas del orden estadunidense. Deben desactivar políticamente a los negros, les dicen traficantes –y a muchos los ponen a traficar y a consumir–, los infiltran, enrarecen el ambiente, pasamos del sublevado al “criminal”.
Crean “la maquinita”. Las brigadas antinarcóticos que perseguían a Malcolm X se convierten en los operativos mejor financiados y armados; se chupan el presupuesto de Estados Unidos, nace la DEA. Tienen éxito, acaban con los Panteras Negras y constituyen ese Estados Unidos que existe actualmente, donde la probabilidad de ser negro y joven y estar en la cárcel es 11.8 veces más alta que para los blancos de su misma edad. Hombres y mujeres trabajadoras despojadas, racializadas, se convierten en “problema de seguridad nacional”.
Afinan “la maquinita”. Los gobiernos de Estados Unidos aprendieron y se lanzaron con esta nueva estrategia sobre América Latina. La declaratoria de Guerra contra las drogas de Nixon, en 1971, le dice a su país: los negros son heroinómanos, los jóvenes mariguaneros: vamos por ellos; pero le dice a nuestro continente: es una guerra de “buenos” y de “malos”, las élites aplauden, los presidentes asienten. Saben que así les va a llegar más financiamiento y como ocurre con Genaro García Luna en México, todos se vuelven “contratistas de seguridad”.
Saltándose el Congreso de Estados Unidos, la Casa Blanca puede financiar las nuevas invasiones –sin trasladar 500 mil soldados como en Vietnam–, redactar iniciativas Plan Mérida o Plan Colombia, y abonar esas nuevas conflictividades, híbridas, sucias, no convencionales, indiscriminadas. El mecanismo de despolitizar las luchas de los pueblos, las del hambre y de una mejor vida les funciona: por un lado, entran pueblos demandando oportunidades y “la maquinita” escupe a “los malos”. La marca del producto le pone al frente el prefijo narco al incómodo.
Se dan palmaditas en la espalda por “la maquinita”. En “la guerra contra las drogas” como por arte de magia todo se vale. Entonces por el narco cultivador, los gobiernos de Álvaro Uribe y su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, se valen de envenenar a la tierra y los pueblos con glifosato en Colombia; por el “narcotráfico”, el gobierno de Felipe Calderón se vale de hacer ajusticiamientos masivos vestidos en “operaciones antinarcóticos” en México. Todo se vale contra los campesinos, los jóvenes, los indígenas y los afrolatinoamericanos; el soborno a los políticos, a las fuerzas del orden y funcionarios públicos sube de precio. América es el continente que más encarcela, en Brasil esta tasa creció 859 por ciento desde 1971; en Perú, 207 por ciento desde 1975; en México, 175 por ciento desde 1972; en Colombia, 74 por ciento desde 1972 –según datos del Colectivo de Estudio de Drogas y Derecho-. No es menor que en estos 50 años, se disparó la cantidad de hombres y mujeres en las cárceles por delitos de drogas; en 2014 y 2015 hay 570 mil personas en América Latina por estos delitos en 10 países, 20 por ciento del total.
Sigue prendida “la maquinita”, funciona muy bien con los jóvenes que se movilizan en Colombia, que empiezan a tildarlos de microtraficantes, de pandilleros, de enviados del narco. Los que les disparan desde la ventana, dice “la maquinita”, son “ciudadanos de bien”.
Los desechos que deja “la máquinita”. Mientras tanto, la DEA hace acuerdos de cooperación con traficantes de drogas que, como puerta giratoria, van y vienen entre Estados Unidos y sus países, llevando y trayendo razones e información. El “bueno” acá es el cooperante, aunque no sepamos exactamente a qué. La derecha a lo largo de América Latina se financia con el tráfico de drogas en sus campañas y en sus negocios, y no hay declaración de guerra que se haga desde Estados Unidos.
Desconectar “la maquinita”. La estrategia que nos queda es romper la esquizofrenia, politizar lo que consideraron el crimen y la ilegalidad. A fin de cuentas las ganancias fluyen hacia el norte con más fuerza donde se refuerza la narrativa esquizofrénica de las economías de la cocaína o de la heroína. No hay nada más político que el hambre del cultivador de coca o de amapola o la necesidad de transportar un kilo de pasta o de cocaína de una madre soltera o un migrante, el derecho de un joven latino de hacerse a una vida digna. Nada más que exprese cómo opera el poder que la negociación entre un traficante de drogas mexicano y un colombiano o a lo que ya estamos acostumbrados, el financiamiento de una campaña política por el presidente que vota por la prohibición.
50 años de lucha contra la “guerra contra las drogas”.
* Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana, AlaOrillaDelRío. Su libro más reciente es Levantados de la selva