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En la compleja historia del siglo xix en nuestro país, la personalidad, la inteligencia y la valentía de Ignacio Ramírez 'el Nigromante' (1818-1879), es sin duda una de las más importantes. Fue periodista, abogado, político, poeta y luchador incansable, amigo cercanísimo de Guillermo Prieto y, entre muchas otras cosas, precursor del Estado laico en México.
Tenía la nariz aguileña y los labios delgados. Su boca, que de cuando se arqueaba en una sonrisa irónica, estaba sombreada por un bigote y una barba en forma de candado. Sus cabellos cortos y entrecanos ensalzaban su semblante bronceado. Este hombre moreno y delgado fue nativo del pueblo de San Miguel el Grande Guanajuato.
Se llamó Ignacio Ramírez y cursó estudios de Arte y Jurisprudencia en el Colegio de San Gregorio de Ciudad de México, un instituto que estuvo a cargo del eminente pedagogo y protector de los indígenas Juan Rodríguez Puebla.
Sus expediciones por la literatura clásica –que incluyeron lecturas de Marcial, Catulo y Baltasar Gracián– influyeron decisivamente en el estilo irónico y epigramático que tanto celebraron sus epígonos: “Esos liberales traen bajo el traje una sotana”; “Qué es vuestra vida sino tosco vaso⁄ cuyo precio es el precio del deseo⁄ que en él guardan natura y el acaso.”
Precisamente sus estudios de oratoria –basados en una rigurosa dieta de Cicerón, Demóstenes y Mirabeau– le proporcionaron el estilo flamígero, y no exento de lirismo, que tanto temían sus (muchísimos) adversarios.
Maestro del discurso, la arenga, la disertación y el sermón, la elocuencia de Ramírez hizo retroceder a los oradores más sobresalientes de su época, como Emilio Castelar, uno de los oradores más inteligentes de España y fiero defensor de un republicanismo unitario y conservador. Dueño de un temperamento llameante y de una retórica calcinante, se fue directo al cuello del clero católico para criticar los óbolos que recibían: “De forma nefasta, el clero paga motines pretorianos en efectivo con el dinero del pueblo mexicano, que lo ha dado para alimento o cobijo de pobres y menesterosos.”
Tribuno y periodista
Ramírez, bien se sabe, fundó periódicos y revistas para defender los preceptos de su doctrina republicana y anticlerical: Don Simplicio, Themis y Deucalión y El Clamor Progresista, entre muchos otros.
En todas estas publicaciones, sin excepción, además de declararse “partidario del liberalismo y enemigo de toda tiranía”, condenó la opresión de las clases populares, exaltó la importancia de la educación indígena y pugnó por los derechos de la mujer.
No contento con difundir sus principios en la prensa, Ramírez se atusó el bigote y subió al templete para dirigirse al pueblo y pronunciarse contra la aristocracia y sistema social que favorecía a las élites.
Debido a eso –y a que fue un vehemente defensor de la descolonización, independencia de las naciones y de la separación entre la Iglesia y el Estado– muchos lo consideran también un precursor de las Leyes de Reforma.
Justo porque Ramírez acusaba al catolicismo de ser la raíz de todo fanatismo dogmático, alguien lo llamó “el Voltaire de México”. Pero se equivocan: Ramírez no fue precisamente como Voltaire, un deísta que aspiró a demostrar la existencia de Dios por vía racional. En todo caso, el pensamiento del Nigromante, en esa parte, debe más a los preceptos de Jean le Rond d’ Alembert, adversario de la teoría cartesiana de las ideas innatas, y a los de Denis Diderot, el iluminista que subrayó la preeminencia de la razón y promovió el ejercicio de la duda más radical.
“Buscar la realidad de las cosas…”
En lo que aciertan, sin embargo, es que, en efecto, más que un periodista, Ramírez es un filósofo. Pero las raíces de su pensamiento hay que rastrearlas en el positivismo franceses y, en concreto, en la influencia que recibió de Henri de Saint-Simon y Auguste Comte, quienes, como el Nigromante, rechazaban la metafísica y afirmaban que el único conocimiento auténtico era el conocimiento científico, basado en el estudio naturalista del ser humano. De hecho, el mismo Ramírez, cuando apenas tenía veintiocho años, en Don Simplicio (1846), reconoció abiertamente su filiación positivista: “Yo soy positivista: todo hombre que no es infalible, absoluto, ni intolerante, debe ser positivista; es decir, debe buscar la realidad de las cosas… ya antes me había dedicado a las ciencias naturales y conservaba la mortificación de que en ellas no había logrado emplear ni teología, ni mi metafísica, ni mi fraseología retórica, ni la poética. Antes bien, siempre se me prevenía que la impropiedad en los nombres es la primera causa de los errores…”.
Recordemos que en la Academia de Letrán, fundada por los pacatos hermanos Juan Nepomuceno y José María Lacunza en 1836, Ignacio Ramírez ofreció una clara y tajante muestra de su pensamiento cartesiano y positivista. En su apasionado discurso de ingreso (18 de octubre de 1836), el Nigromante expuso, con la anuencia de Andrés Quintana Roo y el beneplácito de Guillermo Prieto –quien relata el episodio en Memorias de mis tiempos– aquella famosa tesis que dejó atónita a la concurrencia: “No hay dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos.”
Sin embargo, espetar aquella doctrina de Lucrecio, “en medio de aquellos hombres que rimaban la Biblia, como Carpio y Pesado, que cantaban a la Cruz y a Jerusalén”, propició que el Nigromante fuera tomado por “un monstruo”, en opinión de Ignacio Manuel Altamirano, su epígono más sobresaliente.
En efecto, como afirma el autor de Navidad en las montañas, Ignacio Ramírez, como Lucrecio, refutó con pasión aquella vetusta teoría de los idealistas y de los sacerdotes que aseguraban que el mundo era obra de Dios y que, en resumen, “nada puede ser creado de la nada por la voluntad de Dios”.
Contra el conservadurismo, ciencia y argumentación
Cabe destacar que las afirmaciones del Nigromante, expresadas en una sociedad retardataria, poco ilustrada y fanatizada por el imperio secular de España, calaron hondamente en el ánimo político del conservadurismo que sofocaba al pueblo mexicano en aquella época. Para demostrar sus razonamientos, Ramírez prefería distanciarse de las artes retóricas, que dominaba plenamente, para echar mano de argumentaciones científicas:
Hay memoria local y memoria general, o memoria primaria y memoria secundaria. Los grupos de sensaciones y de movimientos comienzan por ser locales; pasan en un grupo de nervios y músculos, y en ese grupo se reproducen. Esto se deduce de lo que pasa en los experimentos sobre los miembros posteriores, cuando la mitad inferior del cuerpo se ha separado de la posterior. Estos grupos percibidos por el encéfalo son a su vez conservados y modificados por el mismo encéfalo. Percibir es una segunda sensación; es sentir en el aparato general lo que siente el aparato local.
Si era necesario, tampoco dudaba en apoyar sus disertaciones mediante preceptos matemáticos: “Todos los fenómenos están sujetos a la equivalencia y a la complementación. La equivalencia produce la igualdad; lo más o lo menos suponen en todo: de aquí las matemáticas.”
Por otro lado, los referentes de su pensamiento político, económico y social hay que buscarlos en el utilitarismo de Jeremy Bentham y en la económica clásica de Adam Smith.
Este anhelo por la igualdad, que tuvo como objetivo, el “beneficio del pueblo”, lo llevó a decir: “el saqueo al erario público debe ser considerado un delito grave y equiparable a la traición a la patria”.
Por otra parte, cabe mencionar que sus artículos periodísticos comprenden una vasta lucha intelectual contra la dictadura de Santa Anna, “el cobarde tirano” que, en 1836, tras caer preso en la fallida batalla de San Jacinto, y con el fin de salvar su propio pellejo, decidió firmar el Tratado de Velasco, que conllevaría a la invasión estadunidense a México y que concluiría con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848) en el que México tuvo que ceder a Estados Unidos la mitad de su territorio.
Un obrero de la revolución
De hecho, el Nigromante escribió y peroró contra los gobiernos títere que impuso Santa Anna: “el pusilánime y efímero gobierno del enfermizo” Miguel Barragán y el centralismo de José Justo Corro, “que consintió la aparición del Supremo Poder Conservador, un tribunal encargado de controlar a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial”, obra del católico Lucas Alamán.
Por si fuera poco, Ignacio Ramírez también anatemizó “el despotismo interior y las bajezas” de los tres gobiernos de Bustamante, alzó la voz contra “el mediocre interinato del insurrecto e infame Valentín Canalizo”, que detuvo a Guadalupe Victoria y firmó la condena a muerte de Vicente Guerrero, y exhibió las aviesas intenciones del resentido Nicolás Bravo, que “se levantó en armas contra el gobierno legalmente constituido de Guadalupe Victoria”.
¿Qué duda hay ahora de que Ignacio Ramírez, el Nigromante, fue “el sublime destructor del pasado y el obrero de la revolución”?, como dijo en aquel célebre poema, el día de sus exequias, el joven Justo Sierra, una pieza lírica que hoy, pasado un siglo se ha convertido en una pieza más o menos memorable.