Ayer se conmemoró el centenario luctuoso de un inmenso poeta mexicano insuficientemente difundido, no entre especialistas sino entre profanos urgidos de buena poesía en medio de tanta basura. Si bien hubo una época en que los niños crecieron sin televisión ni Internet lograron no obstante desarrollar sus talentos, hasta convertirse, por ejemplo, en referencias creadoras y en lectura obligada para las generaciones siguientes, aunque esas tecnologías de relativa información y dudosa comunicación mal se ocupen de promover y difundir el arte de hacer y de leer poesía.
El zacatecano Ramón López Velarde (Jerez, 15 de junio de 1888-Ciudad de México, 19 de junio de 1921), 33 años y cuatro días de perplejidades resueltas en versos, además de ser una talentosa, sensible y seductora pluma, no tuvo empacho en dar cabida al popular espectáculo que permeaba la sociedad mexicana de hace 100 años.
Abogado, burócrata, profesor de literatura y colaborador en diversas publicaciones de la segunda década del pasado siglo en la capital del país, López Velarde escribía incluso del sanguinolento tema, y en el periódico El Nacional Bisemanal del 22 abril de 1916, evocó algo de su infancia jerezana y temprana taurofilia:
“Venía la pascua y con ella el regocijo de las corridas de toros. Una cuadrilla improvisada en Zacatecas pasaba al redondel de mi pueblo… En la plaza de toros de mi tierra no hay palcos, y las familias se sientan en las gradas. Desde por la mañana comenzaban a mandarse a la plaza tapetes y tapetes, para que los vestidos estrenados el mismo día de la corrida no se ensuciaran con el polvo del graderío…”
“De la plaza, a las tres de la tarde, emanaba júbilo y salud e impulsivismo. Pronunciábamos palabras irrespetuosas a la llegada de cualquier personaje impopular: un señorito acicalado, un juez venal, un padre celoso de las hijas y verdugo de los novios. Con el azul espeso del firmamento y con el olor de la tierra mojada, cobraban audacia los pretendientes tímidos y se sentaban a dos metros de la dueña de sus pensamientos. Mientras soltaban el primer toro, los músicos de la banda, los pobres músicos que se derretían bajo el sol, machacaban ‘las mejores piezas de su repertorio’, al decir de los programas. No se hacía esperar mucho la primera diana. Con ella se premiaba un lance de capa, de banderillas o de estoque…
“Quien provocaba más dianas en los toros de Jerez era Manuel Berriozábal, picador de nota y pariente del general don Felipe, que fue ministro de la Guerra. Una excelente amiga mía, ya con nietas de veinte abriles y que tiene una sabrosa conversación (por la que dejo el cenáculo del señor Gamoneda y me salgo de la Escuela de Altos Estudios), me ha referido las genialidades de Berriozábal. Hallábase una mañana mi amiga en su sala, con las ventanas bien cerradas, cuando de pronto se abrió un postigo con estrépito, deslizándose por él una garrocha. Era que Berriozábal, a caballo y chispado por el alcohol, asaltaba a mi amiga para decirle: ‘Dona Cuca, écheme la bendición porque hoy en la tarde voy a picar.’
“Y encima de la ebriedad de Berriozábal, caía la bendición de Nuestro Padre San Francisco. Y Berriozábal picaba a media plaza; y cuando la fiera no embestía, el picador la enardecía arrojándole al hocico el sombrero charro, envidia de la comarca… Arrastraban las mulas el cadáver del último toro y volvía la concurrencia ‘a la diaria faena del dolor y de la vida’, como dice don J. de J. Núñez y Domínguez.” Así concluía quien hace una centuria supo decir: “Uno es mi fruto, vivir en el cogollo de cada minuto”. ¡Lean a López Velarde!