Como en el caso del mestizaje, que pretendía difuminar el racismo, la idea de que somos un país de clase media alimentó la forma en que el antiguo régimen suprimía los derechos sociales. Más que la verdad, de lo que se trató fue de darle estabilidad a la fantasía de una sociedad que estaba “en vías de dejar de estar en vías de”. Durante los gobiernos de Calderón y Peña, por ejemplo, los científicos de la burocracia bajaron los mínimos para considerar a alguien como pobre y, de un plumazo, pusieron en la clase media a 10 millones más. Lo presumieron como un logro, a pesar de que sus criterios científicos aseguraban que no vivían hacinadas cinco personas en dos cuartos o que, como la educación secundaria se hizo constitucional hasta 1982, ese derecho “no podía ser retroactivo”. El engaño se hizo simbólico: aunque sólo 12 millones de mexicanos pueden definirse como clase media, 62 millones así lo hacen. Este autoengaño facilitó los recortes en salud, educación y vivienda: si el país es de clase media, no se necesitan programas sociales contra la pobreza.
En el centro de la cultura neoliberal hay una idea del éxito individual como acumulación de cosas que simbolizan el estatus y de títulos académicos que nos harían mejores que los demás. Se considera a la pobreza como algo contagioso, un castigo a la falta de esfuerzo, talento, y determinación. Decir que uno es pobre es una vergüenza que justifica que los demás no nos aprecien. Ser pobre es haber fracasado en lo personal, no un problema social. Esta idea no tiene mucho entre nosotros: apenas a mediados del siglo XIX, la palabra “fracasado” era un incidente, no una identidad. Se hizo sustantivo –perdedor– en la jerga del buró de crédito de los bancos de Estados Unidos y, para la era neoliberal, ya no era sólo insolvencia, sino un déficit de la personalidad. Si alguien entraba en la categoría de no pagar, se le enlistaba de por vida. En los 80, el llamado “éxito” empezó a contarnos una historia de héroes mitológicos que, empezando de cero, habían logrado tener mucho dinero y estima social, armados tan sólo de la audacia para enfrentar los retos y ganar, desde el garaje de tus padres hasta la oficina ventilada en Silicon Valley. La vida social se convirtió en un videojuego donde sólo había perdedores y ganadores. Esto nos llevó a una cultura llena de humillación para los que no logran subir la escalera del ingreso o del logro académico y, para el ganador, de la ansiedad cada vez mayor de seguir avanzando, cumpliendo las expectativas ajenas; cada vez habrá otra meta, otro rival a vencer, mayores exigencias de calidad y excelencia. Estamos justo donde el capitalismo nos quiere: corriendo para permanecer en el mismo lugar, siempre insatisfechos, aterrorizados por la posibilidad del estancamiento o, peor, de bajar por la serpiente del juego de las escaleras. Resulta por lo menos curioso que el origen de este juego de mesa sea religioso: en la India de las castas, las serpientes eran los malos comportamientos y las escaleras, los buenos. Como en un videojuego, la cultura de la subjetividad neoliberal asumió un estatus religioso como en la imagen que crea Arthur Miller en La muerte de un viajante: tratar de tocar el cielo trepado en un refrigerador agitando a la luna el abono recién pagado.
Por supuesto que, cuando hablamos de esta vida aspiracional, no criticamos lo intocable que en este mundo resulta el consumo o el cubrir las necesidades, sino la parte simbólica a la que están asociados: la superioridad de poseer una cosa o un grado académico. Tener no nos hace mejores. Sin duda, tener nos diferencia de otros a los que no queremos pertenecer y nos asimila a lo que aspiramos a ser. El deseo es mimético. Pero tener siempre va a traernos una infinita cantidad de desilusiones y angustia. Si dejáramos de asociarlo a lo que somos, quizás podríamos entender la pertenencia a la nación como una serie de caminos y veredas más que como una escalera al inamovible cielo del éxito. Como se pregunta Natalia Ginzburg: ¿Por qué le enseñamos a los hijos las pequeñas virtudes de trabajar duro, pasar los exámenes y conocer el valor del dinero mientras omitimos la importancia de la generosidad, gratitud, dignidad, valentía y pasión por la vida? Es decir, a valorar las vidas propias y ajenas por sí mismas y no por las cosas acumuladas y los reconocimientos de otros. La vida, no como éxito o fracaso, sino como una vocación. Quien tiene vocación no necesita que alguien más la apruebe, menos que la califique. Se llena sola. Al contrario, subsanar las expectativas de los demás siempre dejará el vacío de ganar una carrera a la que no recuerdas haberte inscrito.
Pero volvamos al mundo real. Si algo hizo la cultura neoliberal de considerar lo medible como única realidad, fue la propagación del examen a todas las esferas de la vida, civil, política y social. Todo se califica para declarar ganadores y perdedores: gobiernos, empresas, trabajadores, artistas, influenciadores de la red. Tener cosas de marca o convertirte en un paquete de habilidades para venderte en el mercado laboral, se convirtieron en la única forma de validar tu lugar en el país. Cumplir con el criterio de calificación, con el número, es la traducción cultural del monocultivo en la agricultura: elimina la diversidad del caos.
La discusión de si somos de clase media o pobres me hizo recordar una expresión que escuché en la serie de la BBC Los de arriba y los de abajo. Los aristócratas se refieren a los de clase trabajadora con el término “leche primero”. Se supone que, a la hora de servirse un té, los pobres le ponen leche primero y, los ricos, después. Hasta hace poco supe la razón: las tazas más baratas corren el riesgo de tronarse si se les sirve el té hirviendo y, para evitarlo, hay que amortiguarlo con leche. Es el mismo té. La pregunta es por qué aspiraríamos a sentirnos aceptados por tener la taza.