¿Estuve allí? ¿Fue hace ya 50 años? ¿Era en el Che Guevara? ¿Era Jueves de Corpus, para mí nada más que “el santo”de mi padre, de nombre Manuel? ¿Me tocó sentarme en la fila inmediatamente detrás de en la que estaba Eugenia Revueltas, elocuente ella conversando sobre los resultados de la cuarta edición de los premios Punto de Partida? ¿Había un hervor de gente, o eso me pareció? ¿Las mulitas, qué serán las mulitas, me preguntaba? ¿A más de Octavio Paz y Pepe Alvarado quiénes estaban en el podio? ¿Fue la tercera vez que, ahora solo, primero –en 68– con un amigo neoyorkino y luego en viaje de trabajo con mi padre (nos hospedamos por La Merced) venía “a México”)?
Provinciano nunca he dejado de ser (alguna vez Alberto Paredes sugirió que se me invitara a una mesa redonda sobre la poesía y la Ciudad de México por la sola razón de que –palabras suyas, me dijeron–, con cerca de 15 años radicado en la capital del país “sigue escribiendo como si viviera en Guadalajara”). ¿Cómo negar entonces que la entonces para mí urbe mayor resultara casi mágicamente imantadora, “de película”? Pueblerino pues, tener enfrente mío –se me perdonará el coloquialismo– a Octavio Paz era una maravilla.
Más maravilla fue mirarlo detener la actividad a la que asistíamos indicando, más o menos, “no es momento éste para la poesía” cuando ingresaron al recinto algunos jóvenes ensangrentados a informar de lo ocurrido por San Cosme (que Dios sabe dónde sería). Uno de mis amigos, mucho pero mucho tiempo después me comentó (y en algún otro comentario público alguien más negaría la veracidad de tal aserto) que los muchachos arribaron al auditorio originalmente llamado Justo Sierra llevando en andas un cadáver. No me consta. Me consta, sí, la indignación de Paz, que admiré reverente, no asombrado, pero sí, y sin saber claramente por qué, agradecido.
Al día siguiente, en el Piso 10 de la Torre de Rectoría conocería de vista a Alaíde Foppa (no me atreví a saludarla), quien andaba preocupada por uno de sus hijos, y a Alejandro Aura, quien ante mi notoria curiosidad por un acto que entendí de desagravio abajo, en la explanada, prudentemente me aconsejó me retirase, lo que, aunque no por gusto, acaté. Si lo decía el poeta, debía de hacerse.