El término “genocidio de los pobres” es un concepto que don José Dolores Suazo, del Comité de Migrantes Desparecidos del Centro de Honduras (Cofamicenh), ha venido proponiendo en varios espacios públicos, ampliando el uso del concepto legal de genocidio, para señalar la responsabilidad directa o indirecta de los estados en la continuidad de una política de muerte que desaparece, masacra y mutila los cuerpos de personas pobres en el continente. Partiendo del profundo conocimiento de las masacres de migrantes, como la de Cadereyta, Nuevo León, donde asesinaron a su hermano Mauricio Suazo, el 13 de mayo del 2012, don José Dolores argumenta que se trata de un crimen de odio que busca destruir total o parcialmente a un grupo étnico-racial: los migrantes pobres y racializados.
El pasado 11 de junio en el conversatorio Vidas en búsqueda: desaparición y luchas por las justicias () a las reflexiones de don José Dolores se unieron las voces de Diana Gómez, de Hijos e Hijas por la Memoria y Contra la Impunidad en Colombia; Angélica Rodríguez Monroy, de Regresando a Casa Morelos; Vanesa Orieta, militante contra la represión estatal en Argentina, y Priscila Sette, activista del pueblo cree contra la desaparición de mujeres indígenas en Canadá. Desde distintos contextos geográficos, estos hombres y mujeres, que han sufrido la tortura que implica tener a un ser querido desaparecido, coincidieron en rechazar la tipificación legal que diferencia la desaparición forzada, de la desaparición por particulares. Se argumentó que esa dicotomía invisibiliza las responsabilidades que los estados siempre tienen, ya sea por omisión o por participación directa en la desaparición de personas. Cuando existen contextos de impunidad y complicidad estatal todas las desapariciones son forzadas, argumentaron las participantes. Se trata de teorizaciones encarnadas, que surgen de sus experiencias y conocimientos buscando a sus seres queridos y reclamando justicia para todos los desaparecidos.
El conversatorio inició uniendo sus voces a la demanda de la aparición con vida del líder yaqui Tomás Rojo, desaparecido desde el 27 de mayo pasado en el pueblo de Vícam, Sonora. Tomás, como cientos de indígenas desaparecidos en el continente, había encabezado la lucha de sus pueblos en la defensa del territorio, contra la construcción del Acueducto Independencia que afectaría los embalses que abastecen a los pueblos yaquis. Se recordó también a nuestra compañera de Ciesas-Noreste, Gisela Mayela Álvarez, quien cumple 10 meses de haber desaparecido en Monterrey, Nuevo León. Bajo la consigna de “los queremos vivos”, estos activistas compartieron experiencias y teorizaciones. Pese a las diferencias en los contextos nacionales, los testimonios presentados tenían en común el uso de la desaparición forzada como crimen de lesa humanidad que se perpetra mayoritariamente contra personas jóvenes, pobres y racializadas, en contextos de impunidad estatal, algunas veces por parte de fuerzas de seguridad o en complicidad y aquiescencia de éstas con los perpetradores. En Centroamérica, Argentina, México y Colombia, el uso de la desaparición forzada contra activistas políticos durante las guerras sucias y los conflictos armados internos, y las décadas de impunidad en torno a las mismas, crearon el clima cultural que posibilitó la continuidad de esta práctica en tiempos de supuestas “democracias”.
Las 5 mil mujeres nativo-americanas desaparecidas en Canadá; los más de 200 mil migrantes desaparecidos en México; los 100 mil desaparecidos en Colombia, 87 de ellos en las últimas semanas, en el marco del paro nacional en ese país; Luciano Arruga y los cientos de jóvenes desaparecidos o asesinados por la policía argentina; los más de 80 mil desaparecidos en México, incluyendo los 201 que aún esperan ser identificados en las fosas de Jojutla y Telecingo (https://www.jornada.com.mx/2020/ 08/09/opinion/015a1pol), tienen en común haber sido tratados como vidas que no importan, estigmatizados y criminalizados por un sistema racista para justificar la impunidad estatal y la indiferencia de la sociedad. Las voces de don Lolo, de Angélica, Diana, Vanesa y Priscila, con las de miles de familiares de desaparecidos en las Américas, nos recuerdan que mientras no regresen con vida a sus hogares, ningún país en este continente puede considerarse plenamente democrático.