La vida de los poetas comienza cuando se han ido, cuando no están, cuando el circo literario no encuentra provecho en ellos ni el mercado editorial ganancias rápidas con sus libros. Cuando ya sólo son sus lectores.
Hace 35 años murió uno de los escritores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX que no recibió el Premio Nobel y a quien vetaron sus libros en Cuba durante muchos años. No por sus contenidos pertenecientes al género de la literatura fantástica, sino por sus opiniones políticas, lo más superfluo en un escritor.
Jorge Luis Borges fue, sin hipérbole, una vasta literatura. El día que lo inter-vinieron con una cirugía menor y anes-tesia local, aprovechó el momento para explicarle al cirujano y al equipo médico que lo asistía el origen etimológico de la palabra quirófano. Para él todo era posible cifrarlo y descifrarlo en la pagina en blanco o en una conversación.
Para Borges, escribir un poema era equivalente a ensayar una magia menor. Tenía claro que su instrumento básico, además, era un misterio: nada sabemos del origen del lenguaje; sólo sabemos que se ramifica en idiomas y cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilida-des sintácticas.
Ya viejo, cansado, murió un año después de publicar Los conjurados, su ultimo libro.
Ese libro resultó una suerte de testamento poético donde el escritor ensaya con libertad los distintos recursos formales de la poesía. Estaba cierto de no profesar ninguna estética porque “cada obra confía a su escritor la forma que busca”.
Generalmente los poetas influyen con mayor o menor éxito en el idioma en el que escriben. El caso de Borges es singular. Sus aportaciones al español no fueron menos significativas que las que hizo al inglés por su amplio conocimiento del idioma y por haber estudiado durante más de dos décadas el anglosajón, ese idioma raíz que comparten el inglés, el alemán, el danés. Sus conferencias en Harvard son constancia de ello.
Aunque sus cuentos y sus poemas narrativos forman parte de la literatura fantástica, siempre insistió en decir que todos sus textos tenían un principio autobiográfico: “creo que todo lo que escribo es biográfico, pero tampoco sabría escribir una verdadera biografía”. Cambiaba nombres y utilizaba símbolos “para decir lo mismo”.
Así aparece, por ejemplo, la esquina donde nació, prematuro,en la calle de Tucumán y Suipacha. Una casa con varios patios: el primero ajedrezado, el segundo ya más pobre, de baldosas coloradas, y el tercero que se llamaba el patio de los esclavos con piso de tierra y árboles frutales.
En 1973 visitó México, el país, como escribió en uno de sus versos, cuya mitología de sangre la entretejen “los hondos dioses muertos”. Para él nuestro país fue la tierra del afrancesado Manuel Gutiérrez Nájera, el de Ramón López Velarde, cuya Suave patria aprendió de memoria. También para él fue la tierra de Alfonso Reyes, el mejor escritor de nuestro idioma y de Juan José Arreola, a quien consideró uno de los mejores cuentistas que había leído.
Para Borges “El límite” fue su mejor poema, porque tocó por primera vez en la literatura el tema de ese tiempo que será el ultimo, el postrero, aunque no lo sepamos. Su entonces amigo Adolfo Bioy Casares prefería “El golem”, y no pocos de sus lectores prefieren los versos donde aparecen el oro de los tigres y los laberintos.
El 14 de junio de 1986, ya inmortal, murió Borges a los 86 años. Esto lo escribió un periodista en este diario. Desde entonces ya sólo es sus lectores. Es cierto, entonces, ahora que lo leemos, que sólo es nuestro lo que perdimos. “Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”. No hay otros poetas que los poetas que no están, los que se han ido y nos han dejado como regalo un puñado de versos.