Se inauguró en México un tipo especial de elecciones en que pierden todos sus protagonistas. Ninguna de las fuerzas políticas en pugna consiguió lo que quería.
Como anticipó Juan Villoro, las más amplias elecciones de nuestra historia, por el número de posiciones en disputa, resultaron también las más ridículas. No fue sólo por candidatos a menudo impresentables. Fue también por el estilo de las campañas, su lenguaje, su falta de sentido. Resulta imposible, aún ahora, definir con claridad la posición política e ideológica de los contendientes, salvo en algunos casos en que la definición resulta escalofriante.
La crisis de representación que anticipó Luis Hernández Navarro en estas páginas en junio de 2015 ( La Jornada, 9/6/15) se materializó plenamente seis años después. No sabremos en mucho tiempo qué pasó este 6 de junio. Ni siquiera podemos saber con precisión qué eligieron quiénes. No es por el recuento de paquetes electorales que hace ya el Instituto Nacional Electoral ni por las innumerables disputas procesales, con mutuas acusaciones de trácalas y violencias; sólo producirán cambios menores. No lo sabremos porque los saldos de estas votaciones tendrán poco que ver con la evolución de los próximos años.
Se proclaman victorias. Como de costumbre, hay sonrisas y celebraciones. Pero no es ya lo acostumbrado. Salvo unas cuantas personas que parecen haberse ganado una lotería política y aún tratan de averiguar qué tienen en las manos, sorprendidos de su suerte, nadie puede decir con claridad cuál es el resultado de esta elección.
A escala municipal los resultados tienen algún sentido. La gente sabe que no todo puede arreglarse con cochupos o compadrazgos, sobre todo en ciudades grandes. Cree que puede influir de alguna manera en cosas que la afectan mediante la acción partidaria o el ejercicio del voto. Se produjeron en esta escala algunos cambios significativos, pero inciertos, al reacomodarse las fuerzas locales. Las nuevas autoridades pueden enraizarse y crear espacios para acciones desde abajo que serían interesantes, pero también pueden dispararse al vacío de los techos superiores y colgarse de vaivenes imprevisibles.
Desde 1928, cuando se inventó la primera encarnación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y hasta el fin del siglo, el país fue gobernado mediante un dispositivo autoritario centrado en el presidente de la República. A partir de 2000 el PRI se convirtió en una coalición inestable de mafias locales, las cuales retuvieron cierto control en la mayoría de los estados y en muchos municipios, y mantuvieron tensas y ambiguas relaciones con los intrusos que gobernaron de 2000 a 2012, cuyas inestabilidades y desaguisados contribuyeron a desmantelar el dispositivo, sin abandonar el ejercicio autoritario. Las mafias locales vinculadas al PRI parecían haberse reagrupado en 2012, cuando la coalición recuperó la Presidencia. Llegó a pensarse que podría reconstruirse el dispositivo. Resultó imposible. Independientemente de las increíbles ineptitudes de quien lo encabezaba, fue evidente que el dispositivo mismo no podía ya usarse como antaño. Poco a poco cobra conciencia de ello quien intenta, desde 2018, emplearlo para su propio proyecto.
Este desmoronamiento de los aparatos de gobierno no ocurre sólo en México. La disolución de la forma política del capitalismo, del Estado-nación “democrático”, se está produciendo en todas partes. Durante las últimas décadas, en la hora de la transnacionalización, los grandes capitales encontraron en esa forma política un obstáculo, más que un aliado o un instrumento. Sólo recurren a ella cuando necesitan la fuerza pública para el ejercicio de control, despojo, ocupación o destrucción a que se dedican y les está dando acumulación y concentración sin precedentes.
Una parte muy significativa de quienes fueron a votar lo hicieron sin compromiso con partidos o candidatos. No creen ya en sus promesas ni en sus actos. Pero no se animan a abandonar el mecanismo porque hacerlo les produce sensación de irresponsabilidad o de vacío. Muy pocos se atreven a pensar la realidad social y política sin el referente del “Estado”.
Se trata de un hecho muy general en el mundo. La gente no logra imaginar cómo sería la vida cotidiana si no hubiera alguien “a cargo del gobierno,” una persona o partido que formularan las normas generales y dictaran instrucciones. Resulta paradójico que esto ocurra también con el pueblo mexicano, tan propenso a la desobediencia, tan inclinado a resistir las órdenes de arriba.
Aunque pueda parecer un disparate, es indispensable insertar en el análisis la cuestión patriarcal, los miles de años de pensar que nuestra coexistencia requiere formas de mando, dominación y control. No logramos imaginar un mundo en el cual podamos realmente gobernarnos, en vez de que alguien lo haga por nosotros, supuestamente en nuestro nombre. Pero sólo de eso se trata: de construir esa alternativa, más allá del Estado, como ya han empezado a hacer muchos grupos y pueblos. Es la única esperanza para poner fin al horror actual y empezar la complicada tarea de la regeneración.