Con 100 por ciento de las actas procesadas, Pedro Castillo, candidato de Perú Libre, logró una ventaja de apenas unas décimas porcentuales (equivalente a 70 mil votos) sobre Keiko Fujimori, del partido Fuerza Popular, en la segunda vuelta de la elección presidencial del pasado 6 de junio en el país andino. De ser confirmados los resultados por la autoridad electoral, Castillo, un humilde maestro rural de a caballo y dirigente del gremio magisterial, habría derrotado a la representante del clan Fujimori apoyada por los poderes fácticos y el latifundio mediático, pero también a un antiguo enemigo acérrimo del fujimorismo, el novelista Mario Vargas Llosa, marqués del reino de España, quien, como Keiko, defiende a ultranza las políticas neoliberales del gran capital.
Lejos de aceptar su derrota, el miércoles 9 de junio, la hija del ex dictador, quien antes había conseguido un pronunciamiento en su favor de 22 ex presidentes derechistas de España y América Latina −incluidos José María Aznar, Enrique Peña Nieto y Álvaro Uribe−, organizó una marcha hacia el Ministerio de Defensa en Lima, para “exigir” al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas que “actúe” para impedir la victoria del “comunismo”. En ese sentido, días antes del balotaje, el narcisista e impúdico Vargas Llosa había lanzado una solapada exhortación a una asonada castrense, al declarar a la revista limeña Caretas que “si Castillo gana la segunda vuelta y establece el modelo cubano, no se puede descartar un golpe militar de derecha”. Y el 31 de mayo, durante un acto de campaña de Fujimori en Arequipa, ciudad natal del Nobel de Literatura, preso de sus obsesiones, su racismo y su clasismo, en pantalla gigante desde España, Vargas Llosa afirmó que “Keiko Fujimori representa la libertad y el progreso, y el señor Castillo, la dictadura”.
Junto al llamado al golpismo, y con la acción concertada de las corporaciones empresarial, parlamentaria, judicial y mediática, Keiko,cuyo padre Alberto Fujimori purga una sentencia de 25 años de prisión por corrupción y crímenes de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura, ha iniciado una guerra de desgaste que podría derivar en un nuevo lawfare regional. Es decir, en el uso indebido de herramientas jurídicas como arma para destruir a Pedro Castillo por la vía judicial, a fin de apropiarse del Estado y (re)orientarlo hacia el neoliberalismo. Sin descartar manifestaciones callejeras violentas, atentados y acciones de bandera falsa de tipo terrorista que podrían atribuirse a un “renacer” de Sendero Luminoso, la antigua guerrilla maoísta.
Sometido a una feroz campaña de miedo de corte macartista por sus adversarios políticos y los medios chayoteros, que lo demonizaron como “terruco” (terrorista),“castro-chavista” y lo erigieron en el nuevo “peligro rojo” de Sudamérica al vincularlo con un ideario marxista-leninista que nunca ha profesado, Castillo, maestro rural de 51 años nativo de Puña, en el departamento de Cajamarca, lanzó la consigna “No más pobres en un país rico”, en el marco de un programa de tipo nacionalista radical, industrialista, soberanista y popular, que entronca con las transformaciones realizadas por el gobierno militar nacionalista de Juan Velasco Alvarado a fines de la década de 1960, que incluyó la nacionalización de la banca y la minería, la estatización de la industria pesquera y las telecomunicaciones, una reforma agraria en detrimento de la oligarquía terrateniente, y un no alineamiento (ni con el capitalismo ni con el comunismo) en el ámbito internacional.
Pedro Castillo, cuyo salto a la política nacional se dio en 2017 cuando fue uno de los principales dirigentes de una histórica huelga magisterial que duró 75 días en demanda de mejores salarios, ha prometido impulsar cambios estructurales, incluida la convocatoria a una Asamblea Constituyente para reformar la Carta Magna fujimorista de 1993, en la perspectiva de establecer un Estado plurinacional (hasta ahora gobernado por una élite racista y clasista) que tiene como referencia explícita los avances constitucionales en Ecuador y Bolivia; una profunda redistribución de la riqueza con base en una “economía popular” con fuerte intervencionismo estatal (en un país con 75 por ciento de informalidad y precarización laboral); nacionalizar los recursos estratégicos minero-energéticos ( versus el modelo extractivista primario-exportador privado actual) e impulsar una industrialización soberana, así como una segunda reforma agraria que complete la de Velasco Alvarado y aumentar los presupuestos de educación y salud.
Castillo cuestionó las esterilizaciones forzosas bajo la dictadura de Alberto Fujimori, y en un contexto donde los últimos cinco presidentes electos terminaron destituidos y/o presos por ladrones, enarboló una de las principales demandas populares del Perú: la lucha anticorrupción, a través de una cruzada “que comience por arriba”. De allí, también, la rápida acusación de “fraude” de Keiko Fujimori, quien pasó 16 meses en prisión preventiva y es investigada por la fiscalía acusada de ser la presunta jefa de una organización criminal y obstruir a la justicia, además del lavado de activos millonarios supuestamente recibidos en sobornos secretos de la constructora brasileña Odebrecht y otros millonarios peruanos en sus campañas presidenciales de 2011 y 2016. De ser encontrada culpable podría pasar 30 años en prisión; la presidencia le daría inmunidad.
Castillo emerge como alternativa de poder plebeyo desde el Perú profundo andino-amazónico, mestizo y periférico y siempre marginado y despreciado por la élite costeña metropolitana limeña. Su principal desafío será gobernar sin mayoría parlamentaria y bajo la amenaza de un golpe de Estado que ya asoma. Existe el riesgo de que lo devore el sistema y sea cooptado. Pero también podría impulsar una democracia popular, directa, protagónica, organizada y movilizada en las calles, y refundar un país que, como imaginaba Mariátegui, no sea “ni calco ni copia sino creación heroica”.