Toda la parte de mis ancestros que no vino de Alemania era de Zacatecas. Tan zacatecana la estirpe de mi abuela materna que hasta sobrina fue de Genaro Codina, autor de la más nacional de las marchas militares. En la primera mitad del siglo XIX su abuelo había gobernado el estado, y antes lo hizo su bisabuelo tres veces. Manuel González Cosío hijo, mi tatarabuelo, peleó las guerras de Reforma y contra los franceses, y se sumó al núcleo duro de Porfirio Díaz, para quien fue senador, presidente municipal de la Ciudad de México, secretario de Obras y, al final, para su desgracia, de la Defensa Nacional. Eso lo convierte en el general que perdió con la Revolución.
Luz, la madre de mi abuela, hija del general, debió ser temible. Convenció a don Porfirio de fundar la Cruz Roja Mexicana y la comandó con ánimo. Casó con un médico (me entero en Wikipedia que también militar, no lo sabía) de Jerez, Fernando López. Aindiado y moreno, había hecho el posgrado en París con Louis Pasteur en su instituto. Su roomie fue el joven ingeniero Miguel Ángel de Quevedo; nietos de ambos se casarían en el siglo XX. Trajo a México la vacuna contra la rabia. En 1905 es el primer director del Hospital General, hasta 1911, cuando la Revolución los manda a todos a París. Se repatria tras el golpe de Victoriano Huerta y vuelve a dirigir el hospital tres meses. Durante el año y pico de dictadura hubo cuatro directores; debió ser un lío.
Este bagaje familiar desemboca en Lucero López, Luchita, mi abuela más especial. La comparto con más de 60 nietos, y sé que otros la reivindican por sus propias razones. El caso es que a esa abuela guapa, de corta estatura, inteligente y poco amiga del trabajo debo más de una cosa buena. Después de enviudar, vivió en nuestra clasemediera casa hasta su muerte. Se la pasaba leyendo, fumando Raleigh y viendo televisión (aquella en blanco y negro de los años 60). Su cultura literaria, sobre todo francesa, era muy grande, y mayor su pasión por la historia. Pasé muchas horas en la piecera de su cama hojeando Paris Match y la maravillosa revista Histoire, que me familiarizaron con el francés leído. Lo que nunca aprendí fue a pronunciarlo.
Una princesa del porfiriato que lo perdió todo. Cuando las tropas de Emiliano Zapata entraron por Tlalpan, a ella y sus hermanas Lupe y María Emilia las escondieron en el sótano para que no se las robaran los bandidos. Casose con otro príncipe caído del porfiriato, Juan Zinser, de origen alemán nacido en México, malhadado heredero de una fortuna farmacéutica que incluía el rancho Nápoles (hoy la colonia del mismo nombre), todo ello evaporado durante la Revolución. Tuvieron 10 hijos y una vida de estrecheces casi permanente, pues no eran buenos para cosas prácticas. Al abuelo lo poseía una pasión desbordada por la música, en particular de Wagner y Mendelsohn. Le encantaba perderse en el Balsas cazando pumas y venados.
A ella nunca la vi cocinar, bordar o lavar un plato. Hizo siempre lo posible por no trabajar, aunque a veces no le quedara más remedio. Un tiempo, ya casada, fue operadora de la telefónica Ericsson. En los 30 o 40 colaboró en Radio Educación con un equipo que incluía a León Felipe, Agustín Yáñez, Tomás Perrín y el futuro Doctor I. Q. (“Jorge servidor, Marrón de ustedes”). Bajo la dirección de León Felipe hizo de Celestina en un radioteatro. De hecho, adoraba La Celestina y me la dio a leer de niño.
No conservó ninguna de esas amistades, pero recordaba con respeto al “diabólico” León Felipe, tío del rejoneador superstar Carlos Arruza. Socialmente, vivió fuera de foco; la intuyo indolente. Sus hijas (mi madre y mis tías, muy trabajadoras y hasta explotadas por ella) la consideraban una floja. En ese tiempo el presidente era su primo hermano, Adolfo López Mateos, pero no lo quería ni tantito, y eso que siendo él huérfano habían crecido juntos. Algo le sabía.
Aficionada al Librium, en su tocador (era coqueta y arreglada) conocí la mariguana. Que para las reumas. Se la dilereaba su hermana María Emilia, ella sí mujer de acción y la exitosa fundadora de Tamales Abuelita, además de vecina en la colonia Irrigación.
Mi abuela Lucero era pobre, la mantenían mi padre y a veces sus hijos. Recibía unos cientos de pesos en el cheque de pensión de burócrata que le dejó mi abuelo, y se lo gastaba en libros, revistas, pastillas y cosméticos del Palacio de Hierro. Cuando entré a Medicina le dio tanto gusto que me rogó, en secreto, dejarla pagar mi primer libro. A ella debí, pues, mi tratado de Anatomía humana. Hubo una Navidad, a eso de mis 14, que ingenuamente pedí como regalo La náusea de Jean Paul Sartre, que me había llamado la atención en la librería de Cristal de por la escuela. Mis padres la compraron, diligentes, pero enseguida se espantaron y pidieron consejo al padre Chico Pardo, quien horrorizado les dijo que no, desde luego. Por no tirarlo a la basura se lo entregaron a mi abuela y ella, que disfrutaba hacerle al cómplice, me dijo un día: este libro es tuyo, tenlo. No fue nuestro único secreto.