Es tu día. Vine a verte. Haré de cuenta que podemos hablar como lo hacíamos durante nuestras caminatas, primero en el campo y después por las calle de una ciudad que, ya muy tarde, aprendiste a entender, a perdonarla por el ruido incesante, la profusión de casas y los raudales de gente: toda desconocida, ajena, apresurada. Vine a verte. Haré de cuenta que podemos hablar.
Muchas veces me he preguntado en qué momento pasaste de ser mi padre a que te viera como a un hermano. Tal vez aquel día en que, luego de tanto ir a buscarte inútilmente, al fin te hallé en tu departamento. Estabas sentado ante la mesa desnuda, bebiendo un café en el que flotaban briznas de ceniza desprendidas del cigarro que colgaba de tus labios.
Encontré la puerta entornada. No te importaron mis reproches por un descuido que te había puesto en peligro. No atendiste mi súplica de que me dijeras dónde habías estado durante una semana. No te conmovió mi emoción al verte sano y salvo. Decías cosas incomprensibles. Murmurabas, tal vez imaginándote que hablabas, como siempre, con ella: tu mujer, mi madre. Aunque ausente de algún tiempo atrás, su presencia se advertía en todos los rincones de aquel departamento oscuro, sin ventanas, donde las plantas ya estaban marchitándose.
Permanecí callada en espera de la explicación que no llegaba, mirándote, procurando adivinar si tu parloteo, tu indiferencia, la expresión lejana con que me veías –como si no me reconocieras– eran avisos de lo que iba a suceder después, muy pronto, y aún lamento: tu partida. Vine a verte.
II
¿Cuándo, papá, cuándo empezaste a convertirte en mi hermano? Quizás aquella mañana, en el momento en que levantaste la cabeza y me hiciste una pregunta absurda, inesperada: “¿Sabes qué es lo que más abunda en el mundo?” Mi evidente desconcierto, mi silencio, provocaron tu sonrisa burlona, triunfal, porque con todo y nunca haber tenido más estudios que dos años en la escuelita de No-recuerdo-quién sabías la respuesta. La dijiste en el tono de un buen alumno que estudió la lección: “Lo que más abunda en el mundo son las ausencias.”
Cómo hacer que cambiaras de opinión, de qué manera podía contradecirte si hallé tu casa –tu mundo– tomada por las muchas nostalgias que dejan los seres más queridos cuando se van. Las voces, las risas, los pasos que ya no se escuchan significan partidas, abandonos. Uno inmenso pesaba sobre ti. Me lo confesaste con tu actitud desamparada y con una explicación que tardé en comprender: “Fui a buscarla; estuve esperándola en los lugares conocidos, mostré su retrato, pregunté por ella en todas partes, pero nadie la había visto. No la encontré.”
Te quedaste mirándome, impaciente por que te dijera algo distinto a la verdad que sabías y aún no eras capaz de tolerar. En ese breve tiempo, muy despacio, los músculos de tu cara empezaron a desordenarse, a perder fuerza y ya no pudiste reprimir el llanto. Nunca antes te había visto llorar estando sobrio. Te limpié la cara con mis manos, pedí que te calmaras, te dije que ya nada ganabas con eso: con llorar.
Al recordarlo ya puedo estar segura de que en aquel momento empecé a verte más que como a un padre, como a un hermano a quien se le recomienda serenidad o se le enjuga el llanto o se le abotona la camisa porque la trae mal abrochada, o se le ofrece un plato de comida para vencer su inapetencia o se le regala un dulce para quitarle la amargura. Eso hacía mi madre cuando te ibas y me dejabas triste, dolida por tu ausencia. Vine a verte.
III
Te abracé, te retuve junto a mí mientras pensaba en algo que pudiera motivarte, despertar tu interés en toda tu vida por venir o siquiera en mañana y pasado, y después. Acabé diciendo tonterías, una tras otra: necesitas cambiarte de departamento, vivir en otro que tuviera ventanas a la calle, sin marcas en las paredes y sin la sombra de tantos recuerdos. Te ofrecí mi casa y desperté tu enfado. Te propuse que hiciéramos un viaje juntos, uno real, no como aquellos que emprendíamos hojeando el libro Rincones maravillosos del mundo, lleno de claves hechas con lápiz-tinta y papelitos marcadores.
Te recordé lo divertido que era abrir el libro al azar y encontrarnos, de pronto, en lugares de los que no sabíamos nada ni habíamos imaginado que existieran. Algunos cambiaron de nombre o ya no están: son ruinas. Al decírtelo me viene a la cabeza la respuesta a tu pregunta que no pude contestar: “Lo que más abunda en el mundo son las ausencias.” A las muchas que ya he padecido, un día me llegó la hora de sumar la tuya.
Sentí que te ibas para siempre cuando deposité en el nicho de cantera la urna con tus cenizas. Dos o tres días después, no puedo precisarlo, volví a tu departamento. Aunque ya muy debilitado y enfermo, saliste de allí por tu propio pie, con mi ayuda y la de una vecina, rumbo al hospital. Ibas con tu traje café, tu sombrero de fieltro y, me imagino, cargado con todos tus recuerdos. ¿Cómo habrías vivido sin ellos? ¿Qué habría sido de mí si no guardara con tanto amor los tuyos?
Hoy es tu día. Vine a verte. Hice de cuenta que pudimos hablar...