Celebramos nuestro desempeño cívico y ciudadano en la jornada del domingo 6 y al mismo tiempo tenemos que recordar el momento triste y luctuoso del 10 de junio de 1971.
Jesús Martín del Campo, cuya memoria y recuerdo respeto, nos ofrece una interpretación de aquellos terribles hechos criminales, que se llevaron la vida de su hermano y marcaron, como él dice, el presente y el futuro de toda una generación de universitarios, muchos de la UNAM. Nuestra máxima casa quedó marcada por esa violencia y su secuela de cerco y conspiración nada menos que orquestada por el gobierno, pero ahora ha podido situarse entre las buenas universidades del mundo.
La circunstancia criminal que rodeó aquel 10 de junio es desde luego atribuible al gobierno, entonces encabezado por el presidente Luis Echeverría y, tan sólo por eso, inscrita en la secuela represiva desatada el 2 de octubre de 1968 por su antecesor, el presidente Díaz Ordaz. No es exacta esta proyección, aunque el Estado no pueda, acogiéndose a esas discontinuidades, pretender alguna excusa. Los Halcones eran reales, actuantes, nadie los atrajo; fueron los encargados de la ciudad y del Estado en su conjunto, quienes los pusieron en movimiento para reprimir estudiantes y abrir la puerta a unos asesinatos a mansalva que, según Martín del Campo, dejaron más de 50 víctimas letales. Nada más y nada menos.
Muchos de los que asistimos a San Cosme lo hicimos bajo protesta, porque pensábamos que no había ya causa que defender, porque el litigio de la Universidad de Nuevo León había sido superado, al menos en lo inmediato. La mayoría de nuestros dirigentes del 68, apenas regresados del grotesco exilio al que los sometió el gobierno, no estaban de acuerdo con la marcha y algunos ilustres simpatizantes con el movimiento universitario, como don Ricardo Garibay y, creo, el querido Froylán López Narváez, nos advertían sobre el peligro de caer en una provocación sin control y criminal.
Pero todos fuimos. Empezamos a marchar hasta que los Halcones fueron lanzados y los francotiradores empezaron a disparar y los cuerpos cayeron. Con Antonieta, mi compañera de entonces, junto con Napoleón Gómez y su esposa Coti, decidimos retirarnos después de una segunda advertencia de un comandante de granaderos, pero todavía pudimos encarar a un desatado grupo de Halcones destinados a golpear y disolver brutalmente la marcha.
Dejamos a buen resguardo a nuestras parejas y Napoleón y yo volvimos a San Cosme en busca de compañeros que auxiliar y ya ahí oímos los balazos sin origen, pero con destino, que dominaban la escena. Huimos, creo que esa es la expresión, y nos dirigimos a la Escuela de Economía en la CU donde empezamos a enterarnos de la tragedia de la que apenas habíamos escapado.
Pude enterarme del peligro que había sorteado mi cuñada Maca, del que había salido airosa, y de la elegante salida de mi querido José Carlos Roces, apenas desembarcado de Londres. También de la defensa valiente que Pablo Pascual hizo de algunos manifestantes.
Luego vinieron los debates y las recriminaciones y, poco a poco, las noticias de que muchos jóvenes, con ninguna o muy poca experiencia política, optaban por la vía armada ante la cancelación de vías pacíficas y legales decidida por el propio gobierno de la República.
La guerra sucia que siguió fue un sacrificio enorme y a muchos nos llenó de indignación y vergüenza, a pesar de que no coincidíamos con esa interpretación y las vitales decisiones a que llevó.
Nunca se aclaró suficiente y satisfactoriamente la responsabilidad del Estado y sus gobernantes, pero se forjó un consenso inapelable sobre la responsabilidad del gobierno. Qué más pasó aquella tarde y quiénes más intervinieron, incluso de manera armada, pasó a ser parte de los relatos interpersonales y familiares y me temo que ahí siguen.
No comparto la calificación de genocida a la represión criminal del 2 de octubre del 68 y del 10 de junio del 71, que muchos queridos y respetados amigos les han adjudicado. Pero no es ya mi tiempo para improvisarme en exegeta del derecho.
Sigue conmigo el recuerdo del miedo y el pavor. La indignación y el reconocimiento profundo y adolorido, en realidad doloroso y acosado por la constatación de la impotencia, del enorme desierto ciudadano, la brutal carencia de sensibilidad política y del derecho, en el que osamos ejercer una libertad y reclamar algo, no mucho, de justicia.
Creo, desde luego espero, que hoy podemos decir que mucho de aquello ha cambiado. Y que desde luego podemos enorgullecernos de ser universitarios… Y de haber estado con muchos el 2 de octubre del 68 y el 10 de junio del 71 y haber vivido para contarla.
Como quiera que haya sido, éste pie de página va a la memoria de mi querido hermano Fallo, de Pablo y Lalo y José Carlos Roces, de Fito y Raúl, y tantos más…