El sistema político vigente, por lo menos hasta 2000, y sin duda hasta 2018, era uno primitivo que resultó eficaz para mantener la estabilidad y la paz. Una de sus características negativas era la ausencia de respeto por la ética, al punto de que se consideraba legítimo cualquier medio, con tal de que se ganaran las elecciones o las designaciones.
Empieza a vislumbrarse un cambio en las elecciones del pasado 6 de junio en que las irregularidades fueron menores, focalizadas y controladas y en las que la población salió a votar sintiendo que los comicios eran confiables. Subsisten muchas características del viejo régimen. Daré algunos ejemplos. Una circunstancia desesperante fue que los competidores se declararon mutuamente ganadores y no pudieron esperar ni siquiera un par de horas para que se dieran a conocer los resultados de los conteos rápidos, que según hemos ido comprobando, eran certeros. Llegaron a lo grotesco las declaraciones de victoria que hacían los candidatos a la misma elección.
Otro aspecto muy negativo es la forma como se utilizó a la fiscalía electoral para golpearse entre adversarios. Cerca de 80 por ciento de las denuncias eran infundadas, frívolas o estaban sustentadas en hechos falsos. Las denuncias tenían que ser investigadas y eso significó una enorme pérdida de recursos y tiempo, para finalmente comprobar su inconsistencia.
UNA cosa irritante también es la incapacidad de aquellos candidatos que pierden la elección de reconocer este hecho, como en cualquier democracia del mundo. En lugar de aceptar la derrota con gallardía y prepararse para en la siguiente ronda obtener la victoria, los competidores prefieren quedarse callados con la esperanza de impugnar por la vía judicial el triunfo de sus adversarios. El TEPJF espera cerca de 25 mil juicios. Esto es absurdo, porque en la historia reciente sólo unos seis o siete casos han llegado a la nulidad. Cuando los perdedores reconozcan sus derrotas, habremos dado un enorme paso adelante en la construcción de la democracia.