“¿Qué va a llevar marchante?” es una frase que, sin excepción, antecede que al ir al mercado nos asomemos al puesto para ver sí ahí tienen lo que buscamos o que, si no buscamos nada en especial, echemos un ojo nada más para ver si se nos despierta el antojo por algo de lo mucho que podemos encontrar en este sitio en el que nos transportamos, nada más entrar y gracias a su mezcla de olores a pollo crudo, fruta, hierbas, verduras y moles, a todas las épocas propias y, con ello, a recuerdos que llegan desde cuando nuestras madres y abuelas nos llevaban al mandado.
Parte del metabolismo de los capitalinos está en el mercado y, a diferencia de otros recintos, ningún chilango es ajeno a sus pasillos ni a los gritos con los que ahí se ofrecen miles de productos. Nos une en gustos, necesidades y hasta en horarios; a él no sólo acudimos a comprar los ingredientes de los alimentos que se prepararán en casa, también vamos a comer los deliciosos platillos –ya preparados– que en distintos puestos se ofrecen para todos los gustos y bolsillos porque, como podemos encontrar mariscos frescos servidos en coctel y pescados a la talla, también y a bajo costo, quesadillas que, bien grasositas, saben a gloria.
En el mercado nos ajuareamos, o nada más paseamos entre sus puestos y pasillos en los que encontramos todo tipo de servicios: los que van del cerrajero que nos auxilia cuando dejamos las llaves dentro de casa, hasta el del curandero que, con humos y menjunjes, ahuyenta las malas vibras y atrae la fortuna. Eso sí, hay de mercados a mercados, y uno que se digne de ser bueno debe, sin distinción, convertirse cada sábado a mediodía en un santuario que con caldos sane a los parranderos del síndrome de abstinencia alcohólica al que eufemísticamente llamamos cruda; ya por las tardes tiene que ser el epicentro del gozo de niños que ahí encuentran el dulce o juguete prometido durante la semana, además de lugar seguro en el que el novio pueda resolver una importante labor, la de averiguar qué flores tienen el significado de lo que le quiere decir a su amada para, entonces, ponerlas en el ramo que le llevará en la tarde noche.
Los mercados de la Ciudad de México están tatuados en nuestra memoria muchísimo antes de que naciéramos; no sólo nuestras abuelas y sus tatarabuelas acudían a él para, entre regateos y tentaciones a frutas y verduras caer en otra tentación: la del chisme que, como en ningún otro lugar, se da en los puestos de la plazas. Antes de ellas, los mexicas iban a comprar en el tianquiztli al que, a través de canales que en su cauce traían pequeñas embarcaciones, llegaban productos de Mesoamérica, como animales de caza, pescados provenientes del golfo, cacao, metales preciosos o jade.
El tianguis fue el epicentro de la actividad económica de los antiguos mexicanos, el principal estaba ubicado en la plaza de Tenochtitlan, mas o menos donde hoy está el Zócalo, pero aquel mercado comenzó a ser pequeño e insuficiente ante la demanda; además, al estar en tierra y no a la orilla de un lago o canal se dificultaba la labor de carga de mercancías, por lo que se decidió establecer un gran mercado en Tlatelolco, centro de abasto en el que los precios estaban regulados y hasta había jueces para resolver conflictos entre marchantes. Contaba con una organización e infraestructura de tal sofisticación que cuando Hernán Cortés lo conoció quedó asombrado y sólo exclamó, admirado, que nunca había visto algo igual.
Sin importar cuál sea nuestra colonia, pueblo o barrio, ni a dónde vayamos a hacer la compra diaria, hay un mercado que no es ajeno a ningún capitalino, se trata del de la Merced. Así como los mexicas decidieron concentrar su actividad mercantil en un solo lugar, las autoridades de la Ciudad de México optaron, hacia el año de 1860, por hacer lo mismo; ¿el sitio?: antiguos terrenos que alguna vez pertenecieron a los mercedarios, orden que se dedicó durante las cruzadas a rescatar, por los medios que fueran, a soldados cristianos que hubiesen sido capturados por musulmanes.
La Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos, que así se llama, llegó a México acompañando a Hernán Cortés en la persona de fray Bartolomé de Olmedo, pero no fue sino hasta finales de 1500 que se les permitió, de manera oficial, asentarse en la Nueva España y, para levantar su templo y viviendas, compraron un predio unido por cuatro terrenos que, con el paso de las obras y de los años, se convirtió en un centro de cohesión para un barrio pobre y necesitado en el que vivían religiosos, comerciantes, militares y mucho ratero.
Con el tiempo, y las Leyes de Reforma, parte del convento de la Merced fue destruido y sus terrenos utilizados para asuntos de interés público, como el mercado en el que actualmente miles de chilangos nos encontramos a diario mientras entre compra y compra caminamos por pasillos en los que, haciendo a un lado las historias propias, compartimos las que, por fugaces que sean, construimos entre todos al cruzarnos y reconocernos –sin importar de qué lado del puesto nos encontremos– como marchantes y, más importante aún, como habitantes de una ciudad que, tan grande como diversa en todos sus contextos, amamos.