Hace 50 años, un grupo paramilitar conocido como los halcones asesinó y golpeó a estudiantes de la UNAM y del IPN. Los perpetradores de este hecho nunca pagaron por lo que hicieron, con la excepción del ex presidente Luis Echeverría, que por algunos meses estuvo arrestado en su propia residencia de San Jerónimo, en la Ciudad de México.
Sin embargo, Echeverría se libró de las acusaciones porque los delitos estaban prescritos y porque resultó muy complejo acreditar tipos penales como el genocidio.
A pesar de ello, se hizo un trabajo interesante en la Procuraduría General de la República (PGR) en el plano ministerial, con el fiscal Ignacio Carrillo Prieto, y también en el histórico, que tuvo bajo su cargo la doctora Ángeles Magdaleno, quien hizo descubrimientos muy relevantes acerca del contexto en que estos hechos fueron posible y, más importante, sobre los implicados en ellos con diversos grados de responsabilidad.
Con frecuencia menospreciamos el proceso contra Echeverría, pero significó uno de los intentos más serios para revertir la impunidad de un régimen que funcionó con pocos controles a lo largo de décadas.
Después de todo, 1968 y 1971 son apenas la punta de un iceberg que muestra la extensión de la podredumbre del régimen de Echeverría y de los mecanismos de control que utilizó, entre ellos, la Dirección Federal de Seguridad (DFS), una cueva de rufianes que debió ser desmantelada al inicio del gobierno de Miguel de la Madrid.
Pero los halcones son un hecho especial, porque fueron entrenados para infiltrar, agredir y disolver movimientos y movilizaciones de carácter social. El jefe de esa banda militarizada fue el coronel Manuel Díaz Escobar, quien con el tiempo sería premiado como agregado militar de la embajada de México en Chile, donde hizo amistad y estableció una relación de complicidad con el general Augusto Pinochet.
Los halcones estaban entrenados en artes marciales y por ello llevaron palos y chacos para agredir a los estudiantes que marchaban en solidaridad con otros estudiantes, los de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Se trataba, desde el principio, de desalentar la protesta en las calles, de impedir que se recobrara el empuje y la fuerza que dos años antes habían marcado al movimiento estudiantil en todo el país. El saldo aún ahora es incierto, aunque los fallecidos podrían ser alrededor de 30.
Detrás de la fachada aperturista de Echeverría se escondía la verdad de un tipo cruel y con escasos límites en el ejercicio del poder, un poder que además alimentaba su megalomanía.
Trató de esconder su responsabilidad, pero quien fungía como jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, le contaría a Heberto Castillo, ya desde entonces uno de los líderes más relevantes de la izquierda, lo que había ocurrido aquella tarde del 10 de junio de 1971.
Mientras se desarrollaba la manifestación, el presidente Echeverría comía con el gobernador del estado de México, Carlos Hank, el secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa, y el propio Martínez Domínguez.
Nerviosos, escuchaban al primer mandatario ordenar por teléfono: “Quemen a los muertos. Que nada quede. No permitan fotografías”.
Castillo, con enorme valentía, publicó la historia y por eso sabemos que el presidente de México era el responsable de dar órdenes, establecer coartadas y montar una cortina de humo tratando de acusar de los sucesos a la ultraizquierda y a la ultraderecha.
Es un sabor agridulce el que deja el paso de los años. Al igual que con el movimiento estudiantil de 1968, hay un severo juicio histórico contra los grupos represores y es difícil que alguien los defienda, pero al mismo tiempo nunca se logró justicia en estos casos.
No obstante, el tesón de participantes y sobrevivientes de aquellos días, organizaciones sociales, periodistas e intelectuales hicieron posible que los hechos no sólo no se olvidaran, sino que la exigencia de castigo para los responsables se mantuviera vigente por medio siglo.