Es engañosa la aparente simetría entre el impresionante avance de Morena en 12 entidades de la República y su inesperada derrota en la Ciudad de México. Por importantes que sean las demarcaciones capitalinas que perdió el partido de la Cuarta Transformación –incluida la que es asiento de los poderes federales–, la oncena de gubernaturas que obtuvo representan un cambio sustantivo en la correlación de fuerzas en México.
Ciertamente, no sería sensato minimizar el descalabro capitalino ni eludir el análisis de los factores que confluyeron para hacerlo posible. En una primera ponderación, hubo de todo: es claro que las campañas de desinformación y difamación efectuadas por la oposición oligárquica tuvieron un impacto significativo en amplios sectores de la ciudad –particularmente, en colonias de clase media y alta– y que, en contraste, el discurso morenista se quedó corto e insuficiente para neutralizarlas. Se aplicó además la compra usual de votos, el amedrentamiento de candidatos y brigadistas, las llamadas telefónicas de última hora para alentar el sufragio del miedo. Y aún están por dilucidarse las denuncias sobre un ausentismo sistemático pero anómalo de funcionarios electorales combinado con un retraso generalizado en la apertura de las casillas.
Pero ciertamente la derrota en seis alcaldías se explica también por el desencanto con distintos niveles de gobierno, las confrontaciones internas, la falta de una estrategia de comunicación partidista coherente, las candidaturas no competitivas, los conflictos internos –los públicos y los soterrados– y, como señaló Pablo Gómez, la arrogancia propia. Que PRI, PAN y lo que queda del PRD recurran a prácticas tramposas no es novedad, pero ciertamente el mecanismo de vigilancia del voto por Morena careció esta vez de la cobertura, la extensión y la solidez que tuvo en 2018, lo que a su vez puede explicarse por la crisis interna –agravada por la pandemia– en la que ha vivido el partido desde que es gobierno, los pleitos entre grupos y los descontentos por la selección de candidatos; en el caso de la alcaldía Cuauhtémoc, muchas voces hablan de una posible operación en favor del adversario. Por añadidura, el discurso de campaña de Morena careció en esta ocasión –y no podía ser de otra manera– del tono épico que lo caracterizó hace tres años, cuando llamaba nada menos que a deponer un régimen y construir uno distinto.
Las inconformidades con el gobierno empiezan con la conocida desilusión de amplios sectores de la clase media –particularmente susceptible a campañas tóxicas como las emprendidas contra la política gubernamental contra la pandemia y la manipulación afectiva del accidente de la línea 12– que sienten no haber sido tomados en cuenta en el discurso presidencial. Pero son también malestares locales por el pobre desempeño en la gestión morenista de diversas alcaldías, particularmente la poca energía empeñada en erradicar la corrupción heredada.
Sin ignorar estos factores, hay algo que no cuadra en el contraste entre lo ocurrido en la Ciudad de México y lo que pasó en el resto del país. Para bien o para mal, todos esos elementos estuvieron presentes también en las entidades cuyas gubernaturas fueron ganadas por Morena, en lo que representó una enorme aprobación social al gobierno de la 4T y a sus políticas. ¿Puede la singularidad capitalina explicar la abismal diferencia? ¿Acaso la ciudadanía de otros estados conservaba virgen la esperanza en el cambio hasta el 6 de junio y el gobierno resintió en la CDMX el desgaste del poder? Las preguntas demandan un análisis detenido.
Lo cierto es que la conquista de 10 o 12 de gobiernos estatales es un golpe durísimo para el partido de la oligarquía reaccionaria (son tres, pero son lo mismo) pues, en primer término, lo priva de la posibilidad de desviar los presupuestos correspondientes.
El nuevo escenario abre la puerta para una limpieza general en instancias particularmente descompuestas que han permitido la persistencia de corrupción, impunidad y complicidades con la delincuencia organizada: las fiscalías estatales. Es esclarecedor, a este respecto, lo ocurrido en Veracruz tras el triunfo del gobernador Cuitláhuac García, quien heredó al fiscal Jorge Winckler, a quien su antecesor panista, Miguel Ángel Yunes Linares, dejó pegado a la silla con Kola Loka jurídica para que sirviera de tapadera a la inmundicia de su administración. Al nuevo gobierno veracruzano le tomó casi año y medio sacar del cargo a ese individuo.
Por último, aunque no menos importante, el predominio de Morena en gobiernos y congresos estatales pone en el horizonte inmediato la posibilidad de que esas instancias empiecen a procesar demandas sociales y populares que son imposibles de gestionar por el gobierno federal.
La transformación se acelerará en la segunda mitad del sexenio.
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