Edward W. Said un año después de publicar Orientalismo (1978), un tomo que cambia por siempre las ciencias sociales al abrir la puerta al poscolonialismo −el giro del que el propio Said de inmediato se distancia cuando éste abraza demasiado al identitarismo y nativismo (“I don’t do victimhood!”)−, cambia radicalmente el campo de la producción intelectual.
Escribe un libro político completamente diferente: La cuestión de Palestina (1979). Allí argumenta que la lucha entre Palestina e Israel ha de ser entendida también como una lucha entre la “presencia” y la “interpretación”, donde el primer elemento queda dominado y borrado por el otro. Una lucha, desde el principio, casi caricaturescamente desigual en sus ojos.
Si bien cambia el tono, el hilo de la principal argumentación saidiana sigue intacto: igual que en Orientalismo, como en su suerte de sequel años más tarde: La cultura y el imperialismo (1993), Said insiste en el papel de la “narrativa”: es ésta que informa al imaginario de los periodistas, políticos y de la gente común, “encasillando” al otro −en este caso a los palestinos− en un “cuento ajeno”.
Para Said, Israel y sus partidarios trabajan duramente para negarles “el permiso de narrar” su propia experiencia (“Permission to narrate”, en: London Review of Books, vol. 6, núm. 3, 16/2/84). El punto es crear una nueva −“socialmente aceptable”− narrativa que permitiría al mundo empatizar con los palestinos, resaltar su “presencia” por encima de la “interpretación” y ver en ellos seres humanos iguales.
La deshumanización −sistemática, naturalizada, internalizada− mata antes que una bala o una bomba.
Por eso, como lo demuestra magistralmente Timothy Brennan en su reciente biografía de Said, dedicada al pueblo palestino: Places of the mind: a life of Edward Said (2021), el autor de Orientalismo se vuelve un “deconstructor” de grandes narrativas, uno que fusionando el posestructuralismo con la lucha por la liberación palestina “desnuda” a la empresa colonial sionista como un “proyecto intelectual”. Una empresa cuya vivacidad proviene también de allí, no sólo de la “fuerza nuda” (aunque nunca menosprecia esta parte: sigue y analiza el despliegue de las Fuerzas de Seguridad de Israel, el crecimiento de los asentamientos ilegales, etcétera).
Said logra en su tiempo desmantelar y/o cuestionar mucha de la narrativa colonial israelí describiendo igual minuciosamente la opresión y desposesión en Palestina on the ground. También posiciona una suerte del “contramito” al sionismo: el “palestinianismo”. Lo que no logra −dada la inmensidad de los daños hechos− es abandonar un cierto pesimismo respecto a su propia causa...
En una conferencia dice: “[...] les debo admitir, después de años de pensar en todo esto, hasta ahora no lo logro entender... No logro entender el tamaño [de la deshumanización con la que es tratada] la gente [palestina] expulsada, acosada, masacrada, oprimida en cada forma imaginable en frente de las cámaras de televisión, aun no logro entender como todo esto continúa...” (bit.ly/3pBz7DW).
Y sigue. Y sigue. Y sigue. Pensemos por ejemplo en Gaza (y en lo que estaba “pasando” allí recientemente).
Como siempre −es aquí donde entra la “interpretación”− en las páginas de la prensa, en la tele, etcétera, los israelíes (12) quedan “asesinados” por los cohetes de Hamas; y los palestinos (256, entre ellos 67 niños), simplemente “mueren”.
Solitos. Borrados. Junto con sus nombres.
He aquí algunos de ellos: Tawfiq (80), Tala (13), Reem (41), Rawan (19), Subhiya (73), Amin (90), Majdiya (82), Mira (12), Yazen (13), Mir (9), Fuaz (63), Abd al Hamid (23), Riham (33), Bahaa (49), Sameh (28), Iyat (19), Qusay (seis meses), Amal (42), Taher (23), Ahmad (16), Hana’a (15), Mohammed (42), Izzat (44), Ziad (8), Adam (3), Doa’a (39), Sa’adia (83), Hala (13), Yara (10), Yahya (5), Dana (9), Zin (2), Rula (6), Lana (10), Abir (30)... y la lista continúa.
Said desde la infancia odia su primer nombre: “Con el común y corriente apellido árabe ‘Said’ conectado al improbable nombre británico ‘Edward’ (mi madre admiraba a Edward VII, el príncipe de Gales en 1935, el año de mi nacimiento), fui un estudiante inconfortablemente anómalo...” ( Between worlds, reflections on exile and other essays, 2002, p. 556).
No se deshace de él, pero decididamente escoge “palestinizarse”, contrario a su padre que se americaniza al obtener la ciudadanía, abandonando, de manera sintomática, su nombre palestino “Wadi” −la “W” entre el nombre y apellido del propio Said−, por “William” (“On writing a memoir”, en London Review of Books, vol. 21, núm. 9, 29/4/99).
Algunos adversarios intelectuales y políticos más tarde, anota Brennan, para molestarlo se deleitan en “jugar” con el “Edward”. Le cambian la entonación. El acento. La escritura. Cuando hace años le escribo a Uri Avnery (que nota bene habitualmente evoca su nombre de nacimiento: “Helmut Ostermann”) preguntándole por sus relaciones con él (“¡pésimas!”), se refiere a Said como “Eduard”.
Estoy seguro de que lo hace adrede.
Una cosa que Edward odia más que el nombre mismo, es aquel diminutivo gringo: “Ed”. El único que tiene “permiso” de hablarle así es Noam Chomsky.