Ni para qué negarlo: me moriré siendo un chillón. De este acontecimiento (morirme) no me libraré, obviamente, ni siquiera porque me hayan aplicado mi segunda vacuna de la difamada AstraZeneca. El biológico, como ahora se le llama a la inyección, no evitará de que me caiga un rayo de los que han azotado la ciudad en estos días.
La inyección no es un escapulario, un “detente bala” ni tampoco conjuro o amuleto. No. Nada de magia, superchería o de cualquier otro mecanismo apotropaico que constituya una defensa sobrenatural frente al mal. En cambio, sí es un triunfo de la inteligencia, del genio, la sabiduría acumulada de la especie que, si ha sido capaz de crear dioses a destajo en todas las épocas y confines del planeta, esta vez logró investigar, descubrir, crear y producir una sustancia acuosa que puede ser útil para contrarrestar la embestida del nuevo coronavirus.
El viernes a mediodía visité por segunda vez el estadio de Ciudad Universitaria. Confieso que mi proverbial pesimismo me prevenía para un escenario que seguramente no sería igual como el vivido la vez anterior. Y acerté a medias: no era igual. Era simplemente muy superior. Había mucha más gente, pero el orden era total. El universo estaba básicamente dividido en dos grupos entre los que las principales diferencias eran la edad y los atuendos que portaban. El primer sector eran los profesionales de la salud y las parvadas de coordinadores, asistentes, vigilantes, personal de servicio. Todos ellos se ubicaban entre una incipiente adultez y una galopante juventud. Estudiantes de escuelas públicas y profesionistas de institución oficial con aspiraciones de un modesto consultorio profesional. El segundo grupo era el de los visitantes. Entre ellos también había diferencias: ancian@s de notoria posición económica, acompañadas por algún familiar, evidentemente más joven, aunque la mayoría con una dama de compañía, una aya (para adultos mayores), o enfermera particular. Me dio gusto ver a varios señores elegantes (los imaginé solterones o divorciados), rodando en una elegante silla. La otra sección estaba compuesta también por adultos de la tercera edad. Gente de una vida de trabajo (se notaba a leguas), misma que obviamente continuaba. Lo cierto es que el viernes pasado volví a vivir un episodio de esos en los que el contento y la emoción me rebasan y me provocan moquear como adolescente, antes que expresar mi júbilo y regocijo con estruendoso ¡ajúa! norteño. Allí estaba el pueblo llano dando una vez más prueba de sus capacidades (generalmente no reconocidas), desarrollando una labor que exigía planeación, logística, coordinación, disciplina pero, sobre todo, espíritu de servicio, cordialidad y fraternidad de a de veras, la que brota hacia un semejante por el sólo hecho de serlo.
Según la insistente numeralia que sobre la elección se lee y se escucha constantemente, sabemos que existen 93 millones de electores potenciales. Que son 20 mil 417 los cargos públicos en disputa. Que se planearon instalar 163 mil casillas, en las cuales se prevé la colaboración voluntaria de un millón 400 mil ciudadanos seleccionados por insaculación y, luego, rigurosamente capacitados para que la emisión del voto fuera libre, secreto y respetado a cabalidad. Los seleccionados asistieron a cursos de conocimiento y capacitación e incluso a simulacros comiciales. Los capacitadores visitaron a los posibles funcionarios hasta en sus casas. Poco a poco se fue creando una relación, un compromiso que hoy se cumplió.
Al millón 399 mil 998 ciudadanos a quienes en mucho se debe la hazaña ciudadana de este domingo, la columneta quiere dedicar sus últimos renglones para dejar testimonio a su admiración y beneplácito por el comportamiento asumido. Cumplir con un deber ciudadano no es un acto heroico, pero sí, por supuesto, una conducta que debe ser reconocida, festejada, aplaudida. Estoy convencido que a partir de esta jornada cívica, ufanamente ciudadana, esta generación habrá de enraizar más profundamente su sentimiento patrio y su convicción de que, si en verdad nuestro proyecto –que viene de muy lejos– es la construcción de una nación soberana, democrática y libre, debemos redoblar los empeños para que México sea un territorio de justicia e igualdad.
Tal vez alguien inquiera: ¿Y por qué si los funcionarios que mencionas fueron un millón 400 mil, a la hora de tu sermón, restas a dos? Una sencilla razón: a esas dos funcionarias se los pienso decir personalmente: son mis hijas. Ana y Mariana (que viven en casas y colonias distintas), las seleccionaron, pese al apellido semejante. A la hora que esto suscribo siguen en sus respectivas casillas contando votos y atestiguando que sea el pueblo llano el que decida camino y destino. Me ahogaría si no les confieso que, siendo un insomne profesional, me siento soñado.
Twitter: @ortiztejeda