La constante necedad kafkiana del Estado frente a las normales rurales se ajusta perfectamente a la definición clásica: se dice de las situaciones ilógicas e irracionales donde el hombre es víctima de un absurdo incontrolable. Una situación de intervención violenta, agresiones directas e indirectas, mecanismos de control y asedio, restricciones presupuestarias, campañas de linchamiento mediático. En resumen, la gran batería desplegada desde hace ya 99 años, con diferentes excusas, membretes, omisiones, “preocupaciones”, iniciativas y reformas.
Muchas veces hemos apuntado el hecho, visiblemente interminable, de las luchas entre las normales rurales y los gobiernos centrales o locales. La terrible e inadmisible historia de la leyenda negra construida para justificar siempre estas brutales intervenciones se sostiene. Y a pesar de las constantes declaraciones en favor de la educación y su sentido igualitario, necesario, equitativo, indispensable como justicia social, se mantienen las embestidas irracionales y las políticas de restricciones continúan.
Desgraciadamente la leyenda negra ha permeado el análisis de muchos “expertos” en educación, muchas voces académicas de “gran mérito y reconocimiento en los estímulos” se han levantado para preguntar: ¿acaso son necesarias las normales rurales?, ¿acaso frente a la necesidad abrumadora de modernizar al sistema nacional de educación (SEN) caben esas entelequias del pasado?, ¿acaso en pleno siglo XXI la sociedad del conocimiento instrumentada eficientemente con las TIC no debe ya definir la trasformación educativa?, ¿acaso no debe ser inquebrantable la evaluación que permita medir la calidad de los mejores? No sólo moldean al SEN con estas concepciones, sino que han guardado un silencio cómplice a lo largo de muchísimos años.
Desde la llegada de Salinas de Gortari al poder y su conocida reforma al artículo tercero constitucional precedido por el Acuerdo Nacional por la Modernización de la Educación, se han acumulado reformas cada vez más incisivas que han transformado todo el SEN. Una de las reformas más perniciosas que ha devastado tanto la operación general del sistema y su financiamiento o sostenimiento, como los valores y principios, hasta el quehacer cotidiano de miles de docentes, radica en los procesos de “evaluación” instalados para medir, clasificar y determinar el ingreso, permanencia y promoción de los sujetos de la educación en los niveles y programas del SEN. La culminación mayor fue, por supuesto, la contrarreforma peñista.
A pesar de haber desaparecido al Servicio Profesional Docente y al Instituto Nacional de la Evaluación de la Educación, siguen en pie y funcionando múltiples estructuras burocráticas de evaluación: Conacyt, Ceneval; Comipems, Ciees... Múltiples sistemas de medición para obtención de estímulos: SNI, Carrera Magisterial, y en cada universidad uno específico. Siguen delimitando y controlando ingresos de estudiantes, matrículas, planes y programas, perfiles, desempeños docentes y de investigación, entre otros. Han corrido cientos de páginas y tinta analizando los efectos depredadores de este Estado evaluador, de esta cultura de la evaluación. Sin embargo, el dinosaurio sigue allí… No hay propuestas visibles en ningún sector para eliminar o transformar este núcleo duro de la educación neoliberal.
Así, por irracional que parezca, los estudiantes de Mactumactzá, fueron confrontados, gaseados, macaneados, encarcelados, y hay dos muchachas de la normal de Teteles, Puebla, fallecidas a consecuencia directa de la agresión desplegada, por pedir no que el examen de ingreso se eliminara, sino que se les permitiera realizarlo presencialmente. ¡La dichosa evaluación de nuevo! La demanda inicial de los estudiantes era simplemente realizar de manera presencial el examen de admisión a la normal, en un estado donde, se ha repetido hasta el cansancio en estos tiempos de pandemia, las condiciones de infraestructura tecnológica son las más precarias y ello ha dificultado enormemente el acceso a las clases virtuales y televisivas. No hay ninguna lógica humana que permita entender cómo y por qué el gobierno haya logrado escalar una demanda así de sencilla, hasta llegar a desplegar con toda bestialidad las fuerzas policiacas en respuesta a los estudiantes.
Cada año los estudiantes de las normales rurales han tenido que salir a luchar por su sobrevivencia, por los presupuestos mínimos de subsistencia, por los camiones para salir a las prácticas docentes, por mantener en el plan de estudios ciertas materias centrales, por mejores materiales didácticos, por resistir los embates de la empobrecedora modernización, por defender su función en las comunidades rurales. Todas demandas perfectamente atendibles por cualquier gobierno, en particular por uno que dice preocuparse por los pobres y la educación. Hemos señalado lo adecuado de los planes de estudio de las normales rurales: la vinculación de la teoría con la práctica, la formación de un maestro ligado a su comunidad, condiciones de vida y necesidades, un maestro comprometido con la defensa de la naturaleza y los recursos de las comunidades, capaz de generar procesos de producción agrícola, una escuela-trabajo que permita vislumbrar futuros mejores para los campesinos. ¿Por qué sigue siendo esto considerado un despropósito que justifica llegar a las peores consecuencias por los gobiernos locales y nacional? ¿Por qué no se ha desplegado una acción racional frente a necesidades educativas tan legítimas, auténticas y justas? ¿Por qué siguen encarcelados los estudiantes y no hay posibilidades de diálogo?
* Investigadora de la UPN. Autora de El INEE