“Sé dueño de tu infierno, propietario absoluto de tu deseo y tus ansias, de tu salud y tus odios. Fabrícate, en secreto, una ciudad sagrada”
Efraín Huerta, La rosa primitiva
Nació en la Ciudad de México en 1910, con el inicio de la convulsión revolucionaria que tendría en predicamento al país entero, pero el golpe duro para su familia no se dio en esos años de revuelta por batalla alguna, sino por una tragedia propia: la muerte de su madre cuando la pequeña contaba con sólo 3 años de edad. La niña se fue con la familia materna a San Luis Potosí y pasaron muchos años para que volviera a ver a su padre. Su tía y su abuela fueron su auténtico cobijo y su buena condición permitió que ella y su hermano Eduardo pudieran viajar a Estados Unidos. Allá le gustaba ir al cine, sin imaginar que un día, en esos vistosos carteles, se leería su nombre: Matilde Landeta.
La gran continuista
Matilde Landeta se acercó al cine al visitar en filmación a su hermano Eduardo, quien tuvo una pequeña participación en la película Sobre las olas (Miguel Zacarías, 1933). Al ver ese mundo, la chica no quiso salir de él. Se quedó para ejercer, durante una década, una posición clave y compleja de la producción fílmica que es la de continuista (script), figura de una responsabilidad mayor para cuidar que cada fase del rodaje se ejecute con coherencia y rigor, precisamente, sin errores de continuidad, como que haya elementos humanos o de decoración distintos (o en diferentes posiciones), de una escena a la siguiente. Matilde fue requerida para muchas producciones; fue la primera y única script-girl en el cine mexicano en 30 años, destacando su labor en la clásica trilogía de la Revolución de Fernando de Fuentes: El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1934) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936), además de otras películas clave de realizadores como Emilio Indio Fernández, Julio Bracho y René Cardona.
Después de varios años, Matilde intentó pasar al puesto de asistente de dirección (cada mes metía su propuesta); tenía conocimiento y experiencia. Ella estaba lista de forma personal, pero el mundo profesional del cine no lo estaba para admitir a una mujer que llevara las riendas del set. Es curiosa la anécdota de ponerse pantalones, bigotes y sombrero para irrumpir en el estudio de la cinta La guerra de los pasteles (1944) y ordenar silencio al staff. Al pasar por hombre unos segundos, todos la obedecieron, lo que probaba que podía hacerlo. Transcurrida la broma, recuperó su script para seguir en esa labor en la misma producción que dirigió Emilio Gómez Muriel. Nunca la dejaron ser asistente de dirección.
Matilde directora
Matilde Landeta presentó en 1948 Lola Casanova, el primer largometraje que pudo dirigir, con Meche Barba en el papel estelar, acompañada por Isabela Corona (Tórtola Parda) como líder de los indios seris, y Armando Silvestre (Coyote Iguana) como líder guerrero del grupo. Basada en la novela de Francisco Rojas González, el guion fue adaptado por ella junto a Enrique Cancino (quien actuó también como Lobo Zaino) y el escritor. Lo increíble es que los productores no confiaran en el talento y la experiencia en la producción (si bien aún no como realizadora) de Matilde para hacer su película. Ni siquiera el Banco Nacional le autorizó un préstamo para tener el financiamiento, por lo que ella arriesgó su casa en una hipoteca (otras ocasiones sería el auto, la casa de su hermano…) y sólo entonces pudo filmar con una casa productora propia: Tacma. Fue la primera directora mexicana en el cine industrial en toda forma.
El tema de Lola Casanova expone las grandes cicatrices de la asimilación mestiza de los indios en la frontera norte de México a finales del siglo XIX. En aquella Sonora, donde el desierto tenía divisiones reales e imaginarias para la fuerza desmedida contra las tribus originarias, particularmente los indios seris, víctimas de la historia; un cruel don Néstor Ariza (José Baviera) llega a una hacienda con un joven indio capturado. “He pensado que podría ser un adorno más para su jardín”, le dice el ejecutor barba roja (un yori, como los seris llamaban a los blancos) al regalar al joven a “La mujer más bella de Guaymas”, es decir, a Lola Casanova.
En la belleza dancística de las mujeres seris, en los campamentos con fuego al centro en que se habla de la nobleza y valentía de sus guerreros, contrastan las riesgosas pruebas en la continua búsqueda del “señalado”, puesto que gana Coyote Iguana. Pero el drama previene complicaciones mayores: Lola y su caravana, es asaltada por los seris. Como Coyote no mata mujeres, ella libra la suerte que no le fue concedida a sus custodios. El líder seri la ve como una posibilidad de unir las razas: “Con blanca hermosura y duros nervios, amasaríamos los dos carne de bravos”. Casada y legítimamente enamorada del líder seri, será llamada Perla de Guaymas. Ella trata de incorporar a los seris a México La patria grande. La definición de Matilde es el resumen de esa visión innovadora: “El mestizaje hecho a través del amor de una mujer a un hombre indígena, es decir, todo lo contrario de lo que fue el mestizaje mexicano, que fue del hombre que viola a la mujer indígena. En este caso, fue la mujer europea enamorándose de un indio y forma una raza nueva”.
La negra Angustias
Su segundo largometraje presenta de nuevo la fuerza de una mujer en situación límite con vidas en juego; en este caso, una coronela zapatista: La negra Angustias (1949). Las tradicionales soldaderas, mujeres decididas, bravas y nobles que acompañaron en cada batalla a las fuerzas revolucionarias, tienen ahora el ángulo jerárquico de una lideresa de combate. De nuevo inspirada en una novela del literato Francisco Rojas González (galardonada con el Premio Nacional de Literatura), Matilde muestra a esta negra Angustias (María Elena Marqués) que, como Lola y todas sus protagonistas, no parece destinada a encontrar el amor.
La directora presenta a la chica mulata Angustias, siempre valiente, defensiva, aleccionada por su padre rebelde Antón Farrera (Eduardo Arozamena): “Los probes en antes y a hoy, hemos sido demasiado probes y los ricos demasiado ricos. Aquí tuvimos un amo que lo quería todo para él, hasta nuestras propias mujeres. Aquel hombre un día me faltó y no tuve más remedio que matarlo”. Angustias es rechazada por no querer casarse con un buen partido pueblerino. La acosan por su actitud “de marimacho”, mientras otros quieren violarla y su destino se marca al huir con la sangre de un acosador. La protección del buen hombre Huitlacohe (Agustin Isunza), le da rumbo y esperanza, haciéndose la coronela Angustias Farreras, azuzando a los suyos porque “hay que quitarles a los ricos todo lo que se han robado”. En los arrestos de una última cargada grita: “¡Viva la Revolución! ¡Viva México!”, como la firma de un personaje que define la época y su otra rebelión: la del papel protagónico de las mujeres.
Trotacalles
Muy pronto Matilde logró levantar la producción de Trotacalles (1951), de la que escribió el guion con José Águila, basada en un argumento del escritor Luis Spota. En la categoría del llamado “melodrama arrabalero”, ella presenta a la joven prostituta María (Elda Peralta), apoyada por su colega Ruth (Isabela Corona), y enfrentada a su hermana rica, Elena (Miroslava), casada por conveniencia con un viejo millonario (Miguel Ángel Ferriz). A María la explota el proxeneta Rodolfo (Ernesto Alonso), lo que marca el rumbo dramático entre las clases pudientes y el submundo social de la clase baja, siempre en riesgo. Con la crueldad que el mundo puede tener, Elena se enamora de Rodolfo, pese a saberse seducida por él para sacarle dinero. “Si algún hombre te da algún remedo de amor, es porque es tan bajo como tú”, dice Ruth a María tras saber que Rodolfo la golpeó. Es la clase de sentencias que marcan a los personajes y a la atmósfera cabaretil.
Sin ocasión para dirigir una nueva producción, Matilde escribió con su hermano Eduardo El camino de la vida (Alfonso Corona Blake, 1955), un crudo melodrama urbano que fue premiado en el Festival de Cine de Berlín, además de ganar el premio Ariel a mejor película. Matilde y su hermano triunfaron en la categoría de mejor guion.
“Yo necesito decirte que te quiero…”
La historia de amor entre el poeta Manuel Acuña y Rosario de la Peña, se convirtió en la película Nocturno a Rosario (1992), el último largometraje de Matilde. Una idealizada mujer digna, de aplomo, y un amor imposible, como todo en sus historias. La directora Patricia Martínez de Velasco hizo el documental Matilde Landeta (1992), en el que se ve él detrás de cámaras con la realizadora en su regreso al set cinematográfico para hacer Nocturno 40 años después de su última dirección. Tenía 75 años.
Como su Lola Casanova, Matilde tuvo que ir contra los patrones de una tribu establecida (los productores) para hacer un nuevo camino (una mujer directora en la industria), y tuvo que librar una guerra (sin flechas ni incendios, pero con boicots igual de feroces) para dejar su marca en un nuevo horizonte. No legó línea sanguínea, pues perdió a su único hijo, fallecido por afecciones cardiacas con sólo tres días de nacido. Decidió estar sola, sin una familia, sin jamás acercarse a la posibilidad de volver a tener el gran dolor de perder otro hijo. No la dejaron construir una larga filmografía como cineasta, pero quedó mucho de su filosofía y amor al cine en ese apreciable puñado de películas y también en la labor de su fundación, que ha continuado apoyando con premios a la producción de cortometrajes mexicanos. Matilde murió en 1999. Sus películas siguen en la perenne cartelera del cine nacional.