Un reciente desplegado de intelectuales mexicanos planteó, ya en la recta final electoral: “Seamos claros: se necesita vencer en las urnas a la coalición oficialista de Morena y sus partidos satélites para rectificar el rumbo. No se trata de regresar a la indeseable situación previa a la presente administración en la que hubo abusos, corrupción y frivolidad, sino de reencauzar los cambios hacia la profundización de la democracia, fortaleciendo la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana”.
La proclama, firmada por 480 personas, entre ellas los principales promotores de la coalición electoral y legislativa llamada Va por México (PAN, PRI, PRD y ciertas cúpulas empresariales), constituye un esfuerzo de última hora en aras de obstruir la continuidad del primer gobierno con tintes de izquierda, el encabezado por el pragmático y tozudo Andrés Manuel López Obrador.
Lo indeseable y lo deseable tienen, a partir del citado escrito, una significación que conviene ubicar en su contexto histórico y práctico. El encendido discurso de quienes en otros foros aseguran que el próximo domingo ha de elegirse entre democracia o dictadura apenas toca delicadamente los antecedentes de la larga dictadura virtual del priísmo, continuada de manera políticamente infantiloide por Vicente Fox y luego funeraria y fraudulentamente por Felipe Calderón (entre gran corrupción en todos los casos). Pareciera que “la indeseable situación previa a la presente administración” pretendieran radicarla sólo en el más sacrificable de esos personajes nefastos, el priísta Enrique Peña Nieto.
Formas de dictadura, sí deseadas, convalidadas y aplaudidas por algunos de los redactores y promotores del citado manifiesto, se vivió largamente. Baste recordar las manos ensangrentadas de Gustavo Díaz Ordaz, no sólo en Tlateloco, y las de Luis Echeverría Álvarez, no sólo el 10 de junio de los halcones. O la locura imperial de José López Portillo y la mediocridad inaugural de la etapa tecnocrática y neoliberal con Miguel de la Madrid.
Gozosos y silenciosos algunos de los impulsores de la tesis actual de la “dictadura” con las privatizaciones y el endeudamiento realizados por Carlos Salinas de Gortari o por Ernesto Zedillo y la deuda histórica del Fobaproa. De Fox y de Calderón ya se habló líneas arriba y ha de mencionarse que tan fuerte ha sido el presidencialismo mexicano, su poder concentrado en una sola persona, que a pesar de las taras políticas y cívicas de esos panistas pudieron ejercer su cargo de manera despótica, corrupta e irresponsable. En el fondo, lo que sí desean los “cerebros” de estos manifiestos es el retorno de su estatus privilegiado, de la “dictadura” amistosa y generosa con ellos.
La administración obradorista ha cometido errores, varios de ellos graves, y el estilo personal del tabasqueño dispara enojos profundos en sus adversarios. Pero su poder proviene de la máxima confianza popular en un político en la historia nacional. Además de la arrolladora victoria presidencial, Morena alcanzó la mayoría relativa en las cámaras legislativas y mediante artimañas logró ampliar esa cuantía hasta permitirle reformas constitucionales y expansiones punitivas hacia organismos “autónomos”, varios de ellos antes concesionados a los quejumbrosos líderes empresariales y partidistas de ahora.
Tal poder concentrado en México en la siempre personalísima figura del ocupante del Poder Ejecutivo federal puede ser aminorado o deshecho por los mecanismos electorales antes controlados drásticamente por los evocadores de aquellas dictaduras tan “deseables”.
Si López Obrador aumenta o mantiene su cosecha política en las elecciones del próximo domingo, o si es castigado por la mayoría de los votantes o por un segmento minoritario pero relevante, se estará en presencia de un mapa político deseado e impulsado por ciudadanos en una imperfecta democracia. Tal es el reto y la ruta a resolver el domingo 6. ¡Hasta mañana!
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