Las lluvias de los días recientes poco han hecho para aliviar la aguda escasez de agua que padece la zona metropolitana del valle de México: de acuerdo con la Comisión Nacional del Agua (Conagua), el Sistema Cutzamala (que abastece 33 por ciento del líquido usado en la región) se encuentra en sus niveles más bajos desde 1996, con apenas 38.2 por ciento de su capacidad de almacenamiento utilizada. En otras zonas del país, la situación es incluso más crítica en tanto las presas y pozos se encuentran completamente secos, y ya ha forzado a decenas de familias de la sierra de Sinaloa a abandonar sus hogares debido a la falta absoluta del recurso hídrico.
Desde semanas atrás, la Conagua ha informado que 85 por ciento del territorio nacional se enfrenta a algún nivel de sequía, con precipitaciones 20 por ciento debajo de la media histórica y temperaturas 1.6 grados más elevadas en promedio. La Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio de Estados Unidos (NASA) ha explicado la emergencia hídrica a partir del fenómeno climático conocido como La Niña, por el cual “el agua inusualmente fría en el océano Pacífico del este inhibe la formación de nubes de lluvia y produce menos precipitaciones sobre México y el sur de Estados Unidos”.
Pero, independientemente de en qué medida la escasez tenga origen antropogénico –como los efectos de las emisiones de gases invernadero y la deforestación acelerada– y en cuál sea atribuible a ciclos naturales que escapan del todo al control humano, es obvio que los habitantes del valle de México, así como de las otras grandes urbes que experimentan problemas semejantes con el suministro del líquido, deben emprender un radical cambio de actitud en el uso de éste. Hasta el momento las autoridades no han establecido un racionamiento extraordinario, pero la ciudadanía no puede esperar que se llegue a ese punto para extremar la mesura y el cuidado en sus prácticas de consumo.
Lo anterior vale, en particular, para los habitantes de la zona poniente de la Ciudad de México: el desequilibrio de disponibilidad de fuentes hídricas entre el occidente y el oriente de la capital hace que el primero goce de un suministro menos inestable, mientras el segundo, donde se concentra la mayor parte de la población, se vea expuesto a una escasez más aguda. El hecho de que el oriente concentra también a los sectores de menores recursos económicos impone un llamado a la empatía y la solidaridad de quienes disfrutan de un contexto privilegiado.
El necesario impulso a la cultura de responsabilidad individual en el uso del agua debe acompañarse por un nuevo modelo de abastecimiento, dirigido tanto a garantizar el derecho humano al líquido como a evitar los daños ecológicos y los riesgos urbanos –por ejemplo, el hundimiento de la capital– producidos por la explotación excesiva de pozos. Este nuevo modelo debe pasar por el tratamiento obligado de las aguas negras, pero también por el diseño de reglamentos de construcción que introduzcan los mecanismos necesarios para el aprovechamiento de aguas pluviales en edificios públicos y privados. Crear un suministro sostenible del recurso para el conjunto de la población es nada menos que un asunto de supervivencia, y encararlo requiere la colaboración de gobierno, iniciativa privada y sociedad.