El miércoles pasado se cumplió un año del alevoso asesinato de George Floyd a manos de un policía en la ciudad de Minneapolis, estado de Minnesota. El video que rebeló la forma en que se sometió a Floyd y le quitaron la vida recorrió el mundo causando repulsa e indignación. Fue el trágico colofón de la forma en que los cuerpos de policía exceden sus funciones, castigan con exceso de violencia a supuestos delincuentes y, cada vez con más frecuencia, accidental o intencionalmente, como en el caso de Floyd, privan de la vida a decenas de ciudadanos. Esto es aún más grave cuando la mayoría de quienes pierden la vida a manos de las policías son negros y latinos, lo que evidencia un asunto de discriminación racial.
El clamor que en todo Estados Unidos surgió por el asesinato de Floyd fue el inicio de un movimiento de protesta enmarcado en la consigna “Black Lives Matter” (“La vida de los negros sí importa”), que de inmediato devino en una serie de propuestas de ley para cortar de raíz la brutalidad e impunidad de los cuerpos policiacos, la manera en que deberían reformarse los cuerpos de policía y la urgencia de su aplicación en toda la nación. Como es natural en estos casos, la sensatez y pertinencia de los planteamientos fueron variopintos, desde la necesidad de juzgar y castigar a los policías que cometen esas atrocidades, hasta la desmesura de desaparecer los cuerpos de policía, lo que de entrada corría el riesgo de poner en peligro la aprobación de una ley al respecto.
La ley denominada “George Floyd”, que fue aprobada por la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, con el voto en contra de los republicanos, está aún pendiente de aprobación en el Senado. En ella se le da cuerpo a una serie de recomendaciones, entre las que destacan la exigencia de evitar la fuerza excesiva e innecesaria en la detención de cualquier persona; eliminación de la inmunidad de los policías cuando se les juzga por haber quitado la vida a un supuesto delincuente; limitación en el uso de equipo militar; combatir los prejuicios raciales en contra de minorías; vigilancia y revisión de la conducta de los cuerpos policiacos por parte del Departamento de Justicia; creación de una base de datos nacional con información sobre la conducta de los policías, y uso obligatorio de cámaras de video en vehículos y equipo de los policías. Entre las sugerencias más novedosas que podrían tener un alcance en la reforma de la policía está la necesidad de que los cuerpos policiacos se integren con personas que pertenezcan a la comunidad en la que actúan, así como la creación de unidades capacitadas para tratar sociológica y sicológicamente a quienes son detenidos, desterrando el concepto, que por antonomasia prevalece en el sistema de justicia, del castigo como único remedio a la conducta criminal.
La mayoría de los planteamientos contenidos en la “Ley Floyd” están delineados en diversas normas jurídicas, pero hay una razón que realza la importancia de aglutinarlos en una sola ley: le daría la fuerza legal de la que adolece por su dispersión actual. Hasta ahora, la ausencia de un cuerpo legal lo suficientemente sólido y congruente por parte de las autoridades y los castigos que se deben aplicar cuando se violan los derechos humanos, particularmente los de personas negras y latinas, ha dado pie a la multiplicación de casos como el de George Floyd.
Al calce. El lamentable suceso ocurrido en la ciudad de San José, California, la semana pasada, en el que murieron ocho personas, una vez más pone de manifiesto la necesidad de controlar la venta de armas. Pero sería ingenuo pensar que sólo con esa medida se resolverían las tragedias, cada vez más frecuentes. El asunto va más allá. También está relacionado con una sociedad que continúa justificando la posesión de armas como un derecho constitucional, ignorando que la salud mental también es un problema social.